Rafa Rubio-El Confidencial
Hay quienes llevan años banalizando la Constitución, no solo como una pieza muerta sino como un fracaso. Ahora parecen haber descubierto la necesidad de defenderla, aun a costa del pluralismo
El constitucionalismo es una profesión de riesgo desde hace unos años. Los que optamos por la enseñanza del Derecho Constitucional hemos visto cómo a la sucesión de celebraciones de aniversario, se une últimamente la inauguración de figuras constitucionales inéditas o la de cambios radicales en sus consecuencias. De la noche a la mañana, el sistema electoral bipartidista ha sido sustituido por un escenario político nuevo. Cinco fuerzas parecen tener una representación cercana a los 40 escaños. El Senado, antes «inútil», resulta ahora capaz de bloquear el techo de gasto e imprescindible para la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La moción de censura, institucionalizada para fracasar, sale adelante con éxito… Quizás la politología de guardia y tertulia sí acertaba cuando adoptó como mantra el «cambio de época».
La última moda constitucional es la de utilizar la norma suprema como arma arrojadiza en el debate político. Durante años, en España el término constitucionalista había sido un epíteto del que solo quedaban privados aquellos que defendían la independencia de determinados territorios. Pero la aparición de Podemos, primero, y luego de Vox ha convertido la adjetivación constitucionalista en calificación, cargándolo de intenciones y, sobre todo, de intencionalidad. Se ha convertido la Carta Magna en una vara de medir el compromiso con la democracia.
El sistema electoral se ha convertido en un caballo de Troya para el acoso y derribo del sistema democrático
Este cambio se plantea en un contexto internacional en el que, como decía Hayek, parece que «la naturaleza de la libertad ha sido mejor entendida por nuestros enemigos que por nuestros amigos». Aquellos han aprendido a explotar, desde dentro, las imperfecciones de la democracia liberal hasta llevarla al colapso. El sistema electoral se ha convertido en un caballo de Troya para el acoso y derribo del sistema democrático.
¿Hasta dónde debe llegar este pluralismo? ¿Afectaría a aquellos que se mostraran, en todo o en parte, contrarios al orden constitucional vigente?
Ahora bien, ¿hasta dónde debe llegar este pluralismo? ¿Afectaría también a aquellos que se mostraran, en todo o en parte, contrarios al orden constitucional vigente? Nuestro ordenamiento, y ahí están las reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional, confirmadas por el TEDH (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), no exige a los partidos una adhesión al ordenamiento. Tampoco impide la existencia de estos cuando persigan, por medios legales, modificaciones constitucionales. El artículo 168 es claro. La Constitución puede reformarse en su totalidad, lo cual resultaría incompatible con una exigencia de adhesión a los principios políticos que la inspiraron. Así lo recoge también la ley de Partidos Políticos 6/ 2002, que establece como límites aquellos que afectan al respeto en sus actividades de los valores constitucionales, sin prejuzgar su posible adhesión a estos principios básicos. De ahí que podamos decir que en España caben todos aquellos partidos que aceptan la Constitución en lo procedimental, como reglas del juego político, con independencia de hasta qué punto compartan o no los valores establecidos en nuestra Constitución.
Dentro de este principio general cabrían los partidos que pretenden reformar determinados artículos de la Constitución. Así ocurre con Ciudadanos y el PSOE, que en sus últimos programas electorales proponían 43 y 61 reformas constitucionales, respectivamente. Cabrían también aquellos que, como Podemos, proponían un proceso constituyente que reseteara el régimen constitucional de 1978. Tendrían espacio también aquellos que rechazan principios fundamentales de nuestra Constitución y defienden la república o un estado federal o, en su caso, centralizado. La clave estriba siempre en que utilicen medios democráticos para conseguir sus fines. No sucede así en países como Alemania, cuya Constitución prohíbe los partidos que lesionen los fines o valores sobre los que se asienta la democracia (Verfassungsschutz) o, de una manera más flexible, en Francia o Portugal, no se admiten partidos que cuestionen la unidad de la nación.
La Constitución puede reformarse en su totalidad, lo cual resultaría incompatible con una exigencia de adhesión a los principios políticos que la inspiraron
Solo quedarían fuera del sistema aquellos que cuestionan su valor jurídico, de reglas del juego, y pretenden transformar el orden constitucional mediante el uso de la violencia terrorista y por medios ilegales como la convocatoria de un referéndum en el que la voluntad del pueblo, la libertad de los antiguos, se impondría a la Constitución, garantía última de la libertad de los modernos. Ambos ponen en peligro la subsistencia del orden pluralista establecido por la Constitución, especialmente sensible en un momento de revitalización de las minorías identitarias cuya defensa, como recuerda Michael Ignatieff, forma parte del corazón del constitucionalismo.
En esta tesitura se plantean dos tipos de respuestas. O bien hay que tratar de integrar estas fuerzas en un sistema democrático cuyos principios rechazan. O bien se asume su propia lógica ‘schmittiana’ y se les proclama enemigos de la democracia, ya sea rechazando su derecho a existir, excluyéndoles del juego de la negociación democrática o, por qué no, proclamando la llegada del Apocalipsis.
Hay quienes llevan años banalizando la Constitución; no solo como una pieza muerta, sino como un fracaso. Ahora parecen haber descubierto la necesidad de defenderla, aun a costa del pluralismo. Incluso vemos cómo los que siempre han defendido la necesidad del diálogo y la negociación como forma de integración de los partidos anticonstitucionales en el sistema democrático —por ejemplo, la de aquellos partidos vinculados a la banda terrorista ETA—, alertan sobre las consecuencias catastróficas de sentarse en la mesa con estas fuerzas políticas. Ambos coinciden en la necesidad de cerrarles el paso hacia las instituciones.
La Constitución es un texto vivo, tan vivo que puede incluso decidir su propio final siempre que cumpla sus propias reglas, las de la reforma
En estos términos, Podemos y Vox resultan intercambiables. El debate político actual sigue al pie de la letra la máxima sartriana según la cual los anticonstitucionales son siempre los otros y la gran damnificada es la propia Constitución. Esta deja de ser una herramienta de integración de disparidades y convivencia con los otros, para convertirse en un instrumento de enfrentamiento, un arma política para descalificar al adversario.
La Constitución es un texto vivo, tan vivo que puede incluso decidir su propio final siempre que cumpla sus propias reglas, las de la reforma. Esta es una realidad difícil de asumir para quienes quieren ahora enarbolar la bandera del constitucionalismo como herramienta de exclusión política. Pero si algo no debería ser jamás la Constitución es una herramienta de exclusión. De su capacidad de integración depende, en gran medida, el futuro de nuestra democracia.