Uno de los grandes microrrelatos que Borges y los Bioy recogen en su Antología de la Literatura Fantástica (1965) reza así: «Una mujer está sentada sola en su casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta». Su autor se llamaba Thomas Bailey Aldrich (1836-1907), escritor también de cuentos para niños. Como sus paisanos Poe y Lovecraft, Aldrich bebía de la novela gótica inglesa, hija a su vez de la estética de Burke y de la filosofía del obispo Berkeley que nutrieron el pensamiento de Borges y están en la raíz de todos los géneros contemporáneos de terror. El relato de Aldrich inspiró una novela de Richard Matheson, I am legend (1954), publicada en español por Minotauro (Soy leyenda) y llevada varias veces a la pantalla, la última vez por Francis Lawrence, con Will Smith como protagonista, en 2007. Describo su planteamiento: una pandemia global producida por un virus ha exterminado al noventa por ciento de la humanidad. La mayor parte de los sobrevivientes se ha transformado en vampiros, y sólo una ínfima minoría ha permanecido inmune a la enfermedad. Estos, los inmunes, son ferozmente perseguidos por los infectados. Hay algo más, pero no lo cuento del todo: un grupo insólito de humanidad residual que se revela clave para el advenimiento de una, digamos, «nueva normalidad» tiránica.
De toda la literatura de terror distópica, quizá la novela de Matheson sea la que más se acerca a la crisis del Covid-19. En primer lugar, porque refleja la ruptura del pacto social, aunque lo haga de modo hiperbólico, en toda su amplitud posible. No sólo hay una guerra sin cuartel entre los infectados y los inmunes. La desconfianza, la sospecha, se ha instalado también entre los propios inmunes, cuyos raros encuentros envenena el temor al contagio, a que el otro sea un asintomático letal. Homo homini virus. En tales condiciones toda tentativa de restauración de una sociedad regida por la ley parece condenada al fracaso. Se puede construir el pacto originario que permita salir del estado de naturaleza, de la guerra de todos contra todos, cuando tú y el otro sois lobos, homo homini lupus. Los lobos humanos pueden fundar ciudades, véase el caso de Roma, e incluso darse leyes admirables. El proceso constituyente les permite refrenar su feralidad y someterse gradualmente a la ley de la manada. «Tu y yo somos hermanos y del mismo cubil», cantaban los lobeznos de Kipling. Si alguien persiste en saltarse la ley, el límite, se le da muerte a la vista de todos los demás, sin importar que sea tu mellizo, como hizo el luperco Rómulo con su hermano Remo, el otro hijo de la Loba, cuando este lo desafió saltando por encima del surco que marcaba el límite exterior de la ciudad aún no construida.
Pero cuando tú y el otro sois o podéis ser virus mortales para el hombre (incluyendo en esta categoría a la mujer) y lo desconocéis, ¿qué pacto podría atemperar vuestra letalidad potencial o disminuirla, como no sea el aislamiento total o el confinamiento forzoso? Se debe desconfiar por tanto, no de los demás de un modo genérico, sino de los que propongan procesos constituyentes y nuevas normalidades. Esos, los que ofrecen nuevos pactos en medio de la crisis pandémica, son los que buscan borrarte del mundo, confinarte a perpetuidad en la miseria y en el silencio. En el límite, y no tomándolo en modo alguno metafórico, los que buscan acabar contigo, como advierte Vito Corleone a su hijo menor al final de la primera parte de El Padrino. ¿Procesos constituyentes? Como bien aconsejaba Ignacio de Loyola, en tiempos de desolación no se debe hacer mudanza. Que no se le ocurra ahora a nadie poner sus sucias manos sobre la Constitución. ¡Tragadla, perros!