Rubén Amón-El Confidencial
La convocatoria de PSOE y UP a su militancia finge una democratización de las decisiones unilaterales, mientras que la de ERC pone en el aire la investidura
Más autoritarios son los partidos, más recurren a fórmulas asamblearias de fogueo para disimular el cesarismo. Tal como sucede con Sánchez y con Iglesias —y como ocurre con ERC—, las consultas del pacto bilateral no ofrecen el menor atisbo de cuestionamiento ni de resistencia.
Primero se decide, luego se vota. Debería suceder al revés, pero esta clase de referéndums “vinculantes” se convocan no para democratizar las decisiones ni amortiguarlas, sino para encubrirlas y trasladarlas al entusiasmo de la feligresía más ortodoxa. Sánchez obtiene la respuesta que él mismo había amañado conceptualmente. Se impone el «sí» (92%) con un margen de resonancias búlgaras. Y se finge un ejercicio de política colectiva.
Configuran estos últimos un sufragio ‘hooligan’ y fervoroso que acude a la urna digital bajo la sugestión jerárquica y la devoción
Sucede, sin embargo, que las encuestas de sensibilidad postelectoral aireadas estos días concluyen que los votantes del PSOE anteponían un acuerdo constitucionalista a la fórmula de una entente con Podemos, especialmente si queda condicionada a la extorsión del soberanismo.
El adjetivo implica un ejercicio de prestidigitación. ¿Cómo puede rechazarse un acuerdo progresista? Hubiera sido más honesto aludir a los problemas aritméticos y al factor decisivo que implica el independentismo, pero la pregunta se induce desde una lógica discriminatoria: o sí o sí.
El principio dirigista explica la indignación de la vieja guardia socialista. Rodríguez Ibarra reprochaba a Sánchez que la consulta estuviera concebida desde el maximalismo; que no refinara los contenidos del acuerdo; y que se pidiera a los militantes un ejercicio de fe respecto al Gobierno «progresista».
La militancia es una coartada. No ya porque sustrae al líder de responsabilidad política, sino porque blinda una posición negociadora irresistible
Es la razón por la que puede hablarse de un insólito cesarismo asambleario. Parece una contradicción, pero Iglesias ha demostrado explorarlo cada vez que necesitaba oxígeno político. Si logró que la militancia avalara la dacha de Galapagar, difícilmente le van a objetar el cargo de vicepresidente del Gobierno cuando trascienda el resultado de la votación el 26 de noviembre. La militancia es una perfecta coartada. No ya porque sustrae al líder de la responsabilidad política que le compete, sino porque blinda una posición negociadora irresistible: lo han querido los militantes.
Y no es que pueda hablarse de un pucherazo técnico, pero sí de un pucherazo preventivo. El aguerrido militante se pone al servicio de la causa, se desvincula del espíritu crítico y arropa la decisión del César. Ni siquiera están sincronizadas las consultas. Los militantes de Unidas Podemos van a finalizar de votar cuando ya se conozca el veredicto de la hinchada socialista.
Consumado el «sí» en las consultas de PSOE y UP, resulta inconcebible que puede jugarse con la baraja de constitucionalismo. No cabe la apertura al PP ni a Cs desde el momento en que Sánchez se ha acorazado en la militancia. Recurrirá a ella como lo hará al imperativo según el cual no pueden repetirse las elecciones. Es la manera de estimular el proyecto del tripartito —PSOE, UP, ERC—. Y de irnos familiarizando con la plurinacionalidad. Ya la ha puesto en órbita Iglesias presumiendo de su compadreo con Junqueras. Se supone que Pablo no iba a involucrarse en los asuntos catalanes, pero se ha convertido inmediatamente en el valedor de la estrategia siniestra.
Buena parte del éxito de la operación depende de la consulta de ERC. Este lunes conoceremos el desenlace, pero la pregunta que se ha convenido no compromete una respuesta definitiva. Básicamente se trata de obtener de la militancia el permiso para exigirle a Sánchez la mesa de partidos, el relator y el reconocimiento progresivo de las expectativas soberanistas.
Es la forma de presionar al presidente del Gobierno y de probar que el pacto de investidura no convierte a ERC en un partido pusilánime, blando ni condescendiente con «Madrid». Junqueras desea el acuerdo y se aferra al arbitraje del camarada Iglesias, pero teme que el partido de Torra, las CUP y los votantes más soberanistas se lo reprochen en las urnas cuando sobrevengan las elecciones anticipadas. La única manera de equilibrar la estrategia consiste en comprometer a Sánchez e Iglesias en un pacto exigente y hasta traumático con el porvenir del constitucionalismo.
Se trata de obtener de la militancia el permiso para exigirle a Sánchez la mesa de partidos, el relator y el reconocimiento de las expectativas soberanistas
¿Accederán el líder del PSOE y Unidas Podemos? Es probable, pero es aún más seguro que no someterán el acuerdo con ERC a la militancia. Porque podría suceder que lo perdieran. Y porque resulta obsceno que el desenlace de unas elecciones, de una legislatura y de un Gobierno dependa de lo que terminen votando mañana 10.000 militantes de Esquerra Republicana.