IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Quizá la tilde sólo haya sido una excusa. El debate de fondo era contra la renuncia a la pulcritud de la escritura

La polémica de la tilde diacrítica ha sido apasionada, provechosa y hasta divertida. Desde luego más constructiva que la simultánea reyerta entre las facciones feministas. En un país donde la pedagogía se ha entregado a la banalidad y al adoctrinamiento ideológico, y donde la universidad no cesa de rebajar su exigencia intelectual, no está mal que una parte significativa de la opinión pública se enfrasque en un debate sobre la ortografía. Que al final el asunto haya acabado en empate es lo de menos; dado el ambiente civil y político de crispación y enfrentamiento resulta saludable que un grupo de gente sensata como los académicos haya procurado dirimir por consenso sus diferencias de criterio. Aunque el acuerdo se limite a dejar las cosas como estaban y para limar asperezas venga a resolver que cada cual ponga o quite el dichoso signo como le dé la gana. La solución de compromiso contradice la condición prescriptiva de la Docta Casa pero ante lo enconado de la porfía quizá se le pueda perdonar esta especie de opción libertaria.

No será este articulista, defensor confeso del ‘tildismo’, quien se queje del exceso de ardor que ha registrado la controversia. Al revés, considero que ha sido interesante este alto grado de implicación en una cuestión que afecta al respeto por la lengua, un patrimonio inmaterial de máxima importancia en cualquier nación seria. Hay un componente confortador en esta relevante conciencia de que no basta con hacerse entender de cualquier manera: ‘nulla ethica sine aesthetica’. Así como los militares dicen que su primer deber con la bandera consiste en cuidarla y mantenerla limpia, la pulcritud del idioma constituye para los hablantes una formalidad preceptiva, más aún cuando se trata de usar correctamente la palabra escrita, amenazada en la jerga digital por las abreviaturas simplistas y esos populares emoticonos que actualizan la vieja expresión jeroglífica.

Ésa –con tilde, por favor, queridos editores– es la lección positiva del caso: la vehemencia de la discusión constata una edificante preocupación por el esmero ortográfico. Y eso –ahora sin– constituye un motivo objetivo de satisfacción, no de escándalo. Un estimable número de ciudadanos se ha enzarzado con entusiasmo en un litigio técnico, metalingüístico, sobre pronombres, adverbios, significantes, contextos, pretextos, ejemplos y contrajemplos; una batalla cultural en su más estricto concepto, con un trasfondo reivindicativo relacionado con el aprecio por los detalles o la resistencia al esfuerzo. La Academia ha tirado por la calle de en medio y todos contentos. O no, porque al fin y al cabo seguimos con la duda. Pero una cosa ha quedado clara tras la trifulca, y es que aunque la tilde sea sólo –¡¡con!!– una excusa, los hablantes cultos se aferran a la forma culta porque entienden la uniformidad como una suerte de claudicación o de renuncia.