Jon Juaristi-ABC
- El poder sin control acaba pasando de la economía del dinero a la economía de la muerte
No veo apenas la televisión, pero todas las noches, a las 21 horas, la enciendo para enterarme de las noticias de la jornada por el informativo de Antena 3. Sin embargo, este nunca empieza a la hora programada. A las nueve de la noche se sigue emitiendo -y siempre lo hace durante unos minutos más- un espacio anterior, Pasapalabra, que según los índices de audiencia es uno de los más seguidos por el público, incluso por el que no ve habitualmente la tele.
Pues bien, Pasapalabra, que es un concurso muy, pero que muy culto, termina con el presentador anunciando que, al no resolver ninguno de los concursantes el cuestionario total que se le propone, el importe total del premio para el que acierte finalmente a hacerlo se incrementa (y eso cada día) en varios miles de euros. La cifra del premio acumulado se va acercando ya al millón.
Una cifra importante, pero no para cortar el aliento. Lo que pasa es que, tras terminar Pasapalabra con la nueva cifra del premio subiendo a la pizarra digital del plató, comienza inmediatamente, y desde otro plató distinto, el informativo de la noche con la voz en off del presentador enunciando sucintamente el aumento cotidiano del número de contagiados y muertos en España por el coronavirus. El primero de ellos ha venido a igualarse esta semana con la cifra del bote del concurso. No sé si el sentimiento es general, pero a mí la contigüidad sucesiva de ambos recuentos me produce un malestar casi físico. Como sé que eso pasa porque no me han dado tiempo a cambiar el chip, y que la sensación desaparecerá en cuanto Vicente Vallés aparezca en pantalla y restaure la acostumbrada y tranquilizante realidad (aunque sea una realidad virtual) no apago el televisor. Las noticias me interesan. Pero ese primer momento de transición entre dinero y muerte (dinero y muertes posibles, no todavía reales) se hace verdaderamente incómodo, pues la yuxtaposición de la promesa de felicidad y el augurio de la aniquilación, la conjunción de deseo y terror, resulta no solamente siniestra, sino obscena en su sentido etimológico: repulsiva.
Ahora bien, la incomodidad o el malestar es sólo uno de los efectos de este tipo de contigüidades. Por supuesto, la crítica más frecuente que los apocalípticos han lanzado contra la televisión desde que esta existe es que yuxtapone sin cesar la frivolidad y el horror: imágenes de matanzas entre programas de entretenimiento, sin solución de continuidad. Pero no me refiero a imágenes, sino a cifras. Cifras que se suceden, se agolpan y por algunos segundos incluso se confunden.
Lo que me ha recordado algo que decía Pla. Que sin una moneda fuerte no hay moralidad social, y que el derrumbe del marco alemán bajo la República de Weimar, con la inflación disparada y el incremento exponencial de los precios (y el del valor numérico de los billetes, reestampados para evitar nuevas emisiones) tuvo como efectos varios una pavorosa devaluación de las vidas individuales; la trivialización, a posteriori, de las cifras de muertos en la Gran Guerra y la pandemia de 1918-1920, y la búsqueda furiosa de chivos emisarios colectivos (los judíos, en primer lugar) sobre los que descargar la frustración asimismo colectiva provocada por la ruina económica.
Y me ha recordado otra cosa. Que todo poder desbridado acaba pasando de la economía del dinero a la economía de la muerte. O sea, a decidir sobre lo óptimo en medio de lo inevitable, sobre las cifras aceptables o tolerables de muertos necesarios. Porque cuando el Amo arruina el país y no puede alimentar a los suyos convoca la guerra social. Véase Venezuela.