Luis Ventoso-ABC

  • Si pensamos que nuestra política es turbia, las hay peores ahí al lado

Nuestros 43 años de democracia se han visto embadurnados por todo tipo de escándalos, de Filesa a la Gürtel pasando por el 3% pujoliano. Y el momento presente tampoco es que huela precisamente a agua de colonia. Tenemos a un vicepresidente a las puertas del Supremo y con su formación acusada de financiación ilegal. Nos gobierna el partido condenado el año pasado por el mayor robo de la historia de nuestra democracia, el caso ERE. Liderando la oposición, otro acusado en tribunales de que uno de sus exministros organizó un dispositivo de espionaje parapolicial contra al tesorero de su propia formación (individuo que había amasado una inexplicable fortuna secreta en Suiza). En cuanto al nacionalismo catalán, lo de Convergència fue directamente el patio de Monipodio. Y esto es un resumen mínimo, pues incluir a todos los chorizos y chorizas investigados en el universo autonómico y municipal daría para un libro voluminoso.

Pero aún así, y por animarnos un poco, reconozcamos que nuestros presidentes casi semejan un rosario de virtuosos varones en comparación con el festival francés. Nicolás Sarkozy, que presidió Francia entre 2007 y 2012 y sigue enredando en la alta política gala, acaba de ser imputado por «asociación de malhechores»: existe la vieja y firme sospecha de que el sátrapa Gadafi financió con maletas de dinero la campaña electoral que lo llevó al Eliseo en 2007. Pero además, el gran Sarko está acusado en dos casos de corrupción más.

Viajemos en el tiempo. Valéry Giscard, estirado y culto estadista, el europeísta de las lecciones magistrales al vulgo, protagonizó en 1979 el escandalazo de los «Diamantes de Sangre». El carnicero Bokassa, autoproclamado emperador de la República Centroafricana, regalaba piedras preciosas a Valéry. En el Libro de Oro de visitantes en el palacio de Bokassa, el presidente dejó escrito: «Para mi pariente y amigo y presidente vitalicio».

Luego llega Mitterrand, al que en 1985 no se le ocurre nada mejor que ordenar a los servicios secretos que hundan con una bomba el Rainbow Warrior de Greenpeace, atracado en Nueva Zelanda, porque iba a protestar contra las pruebas nucleares francesas en el atolón de Mururoa. Hubo un muerto. Me temo que se llama «terrorismo de Estado». Mitterrand, que tenía dos familias a la par viviendo en Palacio, la oficial y la B, ordenó también pinchar el teléfono de 150 rivales políticos y periodistas. Su hijo mayor protagonizó un turbio caso de venta de armas soviéticas en Angola, el «Angolagate». Chirac, simple y llanamente logró ser el primer presidente francés condenado: dos años y medio de cárcel por malversación en su larga etapa de alcalde de París. Christine Lagarde, tan digna en su púlpito del FMI, fue condenada en 2016, cuando era ministra de Sarko, por «negligencia en desvío de fondos públicos» al controvertido empresario Tapie. Se tapó con un oportuno enjuague judicial. Hollande al menos no metió mano en la caja (aunque ha sido interrogado por un caso en Brasil). Se conformaba con que un escolta del Eliseo lo sacase de paquete y de tapadillo en una moto para llevarle cruasanes por la mañana a su amante.