Juan Carlos Girauta-ABC

  • Una cepa de la estulticia contagiosa que consiste en leer e interpretar la historia según valores y categorías actuales

Si ahora mismo un volcán ciclópeo nos dejara congelados en el tiempo con su lava ardiente, en la comparación con Pompeya saldríamos perdiendo. Solo hay que ver el take away que la arqueología acaba de resucitar, esas pinturas vivas. Más vivas que todo lo que ARCO ha exhibido desde que existe. Te decoran hoy así un comercio del ramo y, de puro asombro y felicidad visual, acabas adicto a ese arroz con caracoles cuyos restos perduran en los recipientes del establecimiento, en la extraña ciudad que contiene para siempre su muerte repentina.

Tampoco íbamos a salir bien parados en un contraste prostibulario. Los lupanares del imperio se nos antojan lugares para el arte, que es lo contrario de la pornografía.

En eso tienen razón algunas feministas ilustradas de la nueva ola, que al menos renuevan el topicazo aquel que distinguía estérilmente entre pornografía y erotismo. Era la época de «lo exige el guión», los jóvenes no la recordarán. También se contraponían, en ese pasado que querríamos más ajeno, libertad y libertinaje. Por supuesto, quienes trazaban la línea divisoria nada querían saber de la libertad, y ahora me queda la duda de si las feministas ilustradas de la nueva ola quieren saber algo de arte, si están dispuestas a renunciar al neopuritanismo. Soy pesimista al respecto. Veo por ahí que una gran plataforma televisiva se dedica a censurar, precisamente, las imágenes lúbricas de los burdeles pompeyanos. Lo que nos da una idea de lo mal que están de lo suyo las élites que fabrican el plano e insípido imaginario contemporáneo.

Dado que las empleadas en las casas de lenocinio romanas eran esclavas, y vistos los precedentes estadounidenses, lo más probable es que en un par de años, tres a lo sumo, se cancele sin más el gran Lupanar de Pompeya. Quizá un grupo de BLM europeizante cubra con spray de pintura negra o lila los grafitis donde las trabajadoras sexuales dejaban eterno testimonio de su satisfacción con algunos clientes. O tal vez le hagan un estropicio con ácido a los frescos que perpetúan la explotación y, por si fuera poco, la subliman. Corre algún crítico de arte empeñado en que interpretemos las obras del Museo del Prado en toda su dimensión heteropatriarcal. Detrás de esos tipos vienen los canceladores igual que detrás de los publicistas de la moralina histórica anacrónica vienen los derribos de esculturas. Es una pena que de EE.UU. solo nos lleguen las malas ideas.

Los dos peores virus de nuestro tiempo son el Covid y el presentismo, una cepa de la estulticia particularmente contagiosa que consiste en leer e interpretar la historia según valores y categorías actuales. Por eso ha empezado el pixelado de las imágenes lascivas. Al final el imbraghettamento de Pío IV a los frescos de la Capilla Sixtina, tras siglos de descojone, va a resultar más respetuoso que la iconoclasia puritana y feminista que viene. ¡Viva Pompeya!