Nicolás González-Cuéllar Serrano

  • El autor critica las medidas del Gobierno contra la desinformación y advierte que los dirigentes «autoritarios quieren imponernos su verdad como dogma de fe».
 

Al poder político siempre le ha complacido controlar la información que se difunde públicamente para conseguir o mantener apoyo social y para evitar la desafección de posibles oyentes o lectores que puedan formarse la impresión de que sus gobernantes actúan de forma ilegal, inapropiada o simplemente equivocada. La ingente cantidad de recursos públicos que se invierten en medios de comunicación -televisión y radio- controlados por distintas administraciones (estatal y autonómicas) en España es significativa del altísimo coste del concienzudo esfuerzo de los políticos por conformar la mente de una ciudadanía, que sostiene con los impuestos su propio adoctrinamiento, en algún caso tan sectario y descarado que insulta no ya la inteligencia, sino el sentido común (el cual los populistas y nacionalistas radicales pretenden adormecer primero, para extirparlo después, sin quejido ni protesta).

La creación de un Sistema Nacional contra la Desinformación controlado por el Gobierno constituye un paso adelante de enorme transcendencia en el abandono de los pilares esenciales del orden constitucional vigente, que protege la libertad de expresión y el derecho a la información como presupuestos inexcusables para la formación de una opinión pública libre dentro de una sociedad democrática. So pretexto de las acciones planteadas en la Unión Europea para evitar que campañas de intoxicación comunicativas dañinas, diseñadas para engañar al público con fines políticos o económicos, puedan conseguir sus espurios fines, se aprovecha la ocasión para crear una estructura administrativa dentro del Poder Ejecutivo a la que se le otorga el monopolio de la verdad.

Pero el problema de la verdad es que, en términos absolutos, sólo existe en el dogma. En efecto, la epistemología enseña que las leyes científicas son refutables. Así es como avanza el saber. Lo que hoy es cierto mañana resulta ser falso, porque se adquieren nuevos conocimientos que desmienten las tesis aceptadas como verdaderas con anterioridad. Únicamente los axiomas permanecen inalterables, porque se imponen sin discusión, como bases incontrovertibles del sistema (por ejemplo, 0+1=1).

La Orden Ministerial contra la Desinformación más tiene que ver con los dogmas religiosos que con la ciencia. Se reconoce la verdad desde el poder político y no desde una institución independiente formada por profesionales de la información e investigadores académicos. Ello se encuentra en contradicción con el planteamiento realizado por la Comisión Europea en el Plan de Acción contra la Desinformación de 2018, con cuya advocación la disposición normativa patria de la que nos ocupamos trata de recubrir de aparente europeísmo su postmoderno regreso al siniestro mecanismo de control gubernamental de las ideas, pergeñado a finales del siglo XV por el rey Fernando de Aragón, en su astuto diseño inicial de la Inquisición española.

El Santo Oficio, credo por el Papado, existía desde el siglo XIII en amplios territorios de la cristiandad para la lucha contra la herética pravedad. Mediante la asignación a las órdenes mendicantes de dominicos y franciscanos de la tarea de la erradicación de los discursos e ideas atentatorios contra el dogma -la única verdad absoluta-, Roma aseguró su poder al margen -y en muchos casos en contra- del poder temporal ejercido por monarcas y nobles. Fernando el Católico tuvo la brillante ocurrencia de insertar en la estructura burocrática de la monarquía hispánica la maquinaria inquisitorial, que dirigiría -durante siglos y siglos- Inquisidores Generales seleccionados por la Corona. Así, la investigación y represión del ataque contra la verdad absoluta -el dogma- quedó en manos de una burocracia al servicio del poder político.

La Orden Ministerial contra la Desinformación más tiene que ver con los dogmas religiosos que con la ciencia

Hoy en día el Poder Ejecutivo ha creado una organización administrativa bajo su mando para detectar y poner coto a la desinformación. En su dirección se ha colocado a los responsables de la estrategia comunicativa del Gobierno, los cuales, aunque no se apellidan Torquemada, parecen gozar de la misma confianza en su capacidad para imponer la ortodoxia que trata de salvaguardarse que la que inspiraba en el sagaz rey Fernando el célebre fraile, de nombre Tomás.

Antes de que en España se suprimiera la Inquisición, la Primera Enmienda de la Constitución de EEUU proclamó la libertad de expresión como derecho fundamental. Pero pocos años después la Sedition Act de 1798 la restringió, con el fin de combatir escritos falsos, escandalosos o maliciosos contra las autoridades. Aún hoy merecen ser recordadas las palabras escritas en 1800 por Madison en su Informe sobre las resoluciones de Virginia. Sostuvo que, aunque de todo derecho se puede abusar y especialmente de la libertad de prensa, “es mejor que unas pocas de sus ramas nocivas crezcan de forma exuberante que dañar el vigor de las que dan frutos apropiados por podarlas”.

Se preguntó además que, si toda publicación que pudiera ocasionar desprecio o descrédito a los gobernantes o provocar el odio del pueblo frente a los autores de medidas injustas o perniciosas, hubiera sido rigurosamente aplicada contra los medios de comunicación, no hubiera languidecido su país bajo los padecimientos de una confederación enfermiza y si, por aquel entonces, no seguirían siendo los EEUU miserables colonias que hubieran continuado gimiendo bajo un yugo extranjero.

Las noticias, se difundan en medios de comunicación o en redes sociales, deben quedar fuera del control del Poder Ejecutivo. La Orden Ministerial contra la Desinformación es un síntoma muy preocupante de degeneración del sistema democrático en un modelo de gobernanza diseñado por -y para- dirigentes soberbios y autoritarios que quieren imponernos su verdad como dogma de fe.

*** Nicolás González-Cuéllar Serrano es abogado y Catedrático de Derecho Procesal.