José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El acuerdo con Marruecos no se puede sustanciar en un cruce epistolar. Requiere de un tratado de los previstos en la Convención de Viena y en la Constitución española
El artículo 97 de la Constitución atribuye al Gobierno la dirección de la «política exterior e interior», una facultad que debe ejecutarse en armonía con los principios de una sociedad democrática que requiere dación de cuentas y procedimientos pautados ante la sede de la soberanía popular depositada en el Congreso de los Diputados. Por eso, nada obsta, en principio, a que el presidente considere que es preciso alterar la posición internacional de España ante determinadas situaciones, ni reformular nuestras relaciones diplomáticas con otros países. Pero debe atenerse a los procedimientos propios de una democracia liberal parlamentaria plasmados en la Constitución.
El pragmatismo en la acción exterior quedó formulado de manera canónica por Henry Temple, responsable de Exteriores británico y primer ministro del Reino Unido entre 1859 y 1865: “No tenemos [en referencia a su país] aliados eternos y no tenemos enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos y nuestra obligación es vigilarlos”. Esta doctrina política sin alma, así formulada, es prácticamente universal en las relaciones internacionales.
Es evidente que Sánchez ha actuado en la cuestión del Sáhara Occidental con esa practicidad tan impropia del progresismo defensor de la causa del Frente Polisario, apoyada decididamente también por distintos y plurales sectores ideológicos de la sociedad española. Es posible que, por las razones que va poco a poco desgranando el Gobierno, Sánchez haya llegado a la conclusión de que los intereses españoles se amparan mejor con el abandono del enorme Sáhara Occidental (266.000 kilómetros cuadrados) en manos de Marruecos, contrariando así los mandatos de Naciones Unidas (resolución 690 de 29 abril de 1991*). Es decir, con infracción de la llamada legalidad internacional.
Una decisión, sin embargo, que omite que España —a diferencia de Estados Unidos o de Alemania, e incluso de Francia, en lo que se refiere a ese territorio— fue la potencia colonizadora que asumió los compromisos que tras la II Guerra Mundial contrajeron todas las metrópolis: proteger el derecho de autodeterminación de sus colonias con aspiración generalizada a convertirse en Estados con asiento en la ONU, organización nacida en 1945. Esa era la expectativa del pueblo saharaui, perfectamente diferenciado del marroquí, hasta en el idioma, las costumbres y en la percepción de su identidad colectiva nacional.
Miles de saharauis, por otra parte, son también españoles, bien por origen —nacidos cuando el territorio era de nuestra soberanía—, bien por adquisición posterior, aspecto de la cuestión que no se ha considerado. El resto son apátridas en pleno siglo XXI, salvo unos pocos miles de mauritanos y argelinos. Y aunque ha habido intentos de darles el mismo trato que a los sefarditas y a los ciudadanos de países que gozan de la posibilidad de la doble nacionalidad, la iniciativa legislativa no ha prosperado.
Habrá que juzgar en su momento si esos intereses españoles que se amparan como contrapartida de dejar a los saharauis en la cuneta están debidamente documentados y asumidos por el autócrata Mohamed VI. Y que, por lo tanto, se reconoce por Rabat y para siempre la integridad de nuestro territorio (Ceuta y Melilla), se detienen los flujos migratorios que instiga nuestro vecino, se respetan los límites de nuestras aguas jurisdiccionales y se retira la hostil mirada marroquí sobre la comunidad canaria. Marruecos ya ha dado históricas muestras de veleidad en el cumplimiento de sus compromisos, en el caso de que, como dice el Gobierno, haya asumido los que se han difundido extraoficialmente.
Precisamente por eso, esta materia requería de un tratado internacional de los previstos en la Convención de Viena, para que su contenido sea vinculante para los firmantes y frente a terceros y por razón de la materia. La Constitución española prevé estos tratados en los artículos 93 a 96. De ellos se deriva que este cruce epistolar Madrid-Rabat debe ser solemnizado en un tratado o convenio con la obligada intervención de las Cortes Generales, porque afecta a la «integridad territorial del Estado» y «a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I», de los que son titulares los saharauis nacionalizados españoles (artículo 94.1.c) que se calculan en, al menos, 20.000. Según el Gobierno, Marruecos ofrece garantías respecto de las dos ciudades autónomas españolas, pero no hay alusión a nuestros compatriotas de aquella tierra (**), que son titulares de los derechos y deberes que a todo ciudadano español reconoce la Constitución.
La gran cuestión en este y otros asuntos consiste, en consecuencia, en la forma de gobernar de Pedro Sánchez: es furtiva, es decir, opaca, ocultista, personal, omisiva de los principios parlamentarios y en toda ella reverbera la expresión, entre cínica y paternalista, del despotismo ilustrado o del absolutismo benevolente: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Y este ‘nuevo’ y amnésico PSOE, perdida ya toda su organicidad, se limita a secundar al líder como si se tratase de una mera plataforma ‘ad maiorem Sánchez gloriam’.
Así, Sánchez se dirige al jefe del Estado marroquí y no al primer ministro, que es su par, lo hace mediante una carta sin que previamente se haya comunicado la decisión a sus socios de gobierno, tampoco a la oposición, y sin plantear el asunto en el Consejo de Ministros. Argelia insiste en que no fue informada previamente y su versión es creíble. Todo se ha hecho mal.
De lo conocido, se colige que la decisión ha sido de mesa camilla entre Sánchez y Albares, no sin la sugerencia de Estados Unidos, que el pasado día 7 de marzo habría expuesto en la Moncloa la subsecretaria de Estado, Wendy Sherman, según el siempre bien informado en esta materia Javier Fernández Arribas, director de la revista ‘Atalayar’ (***). Se habrá logrado cerrar la crisis con Marruecos y, a gusto de la OTAN, asegurar el flanco sur del continente, ahora abierto en el este por la invasión de Ucrania, pero se ha generado otra con Argelia.
Apañar un conflicto suscitando otro sugiere precipitación y, acaso, también incompetencia en el Ministerio de Exteriores, que tan bien se optimiza en la corte de los milagros de Mohamed VI: coger a España siempre por sorpresa y, aprovechando la misiva de Sánchez, hacerle un roto político a la izquierda, emocionalmente vinculada a la causa del Polisario, y contribuir a que la coalición con Unidas Podemos entre en implosión, lo que no ocurrirá después de la consigna lanzada por Iglesias: “pies en pared” y a seguir discrepando, pero sin dejar el Ejecutivo. O sea, resistir, pero dentro del Gobierno.
Esta forma de gobernar de Pedro Sánchez —que en este episodio ha alcanzado niveles insospechados de personalismo y desafío institucional— es en él habitual. Es histórica la cascada de reales decretos leyes en detrimento de la función legislativa del Congreso (en cuatro años, casi un centenar); sus dos estados de alarma durante la pandemia han sido declarados inconstitucionales, entre otras razones por eludir el control de la Cámara Baja durante seis meses y cerrar el Parlamento; de no enviar armas letales a Ucrania, Sánchez pasó en 36 horas a hacerlo, y de eludir comprometerse a incrementar el gasto de defensa hasta el 2% del PIB a asegurar que irá presupuestándolo, y todas estas medidas han sido transmitidas, dando bandazos, a través de los medios de comunicación y no en el Parlamento.
La lista de decisiones que acreditarían el furtivismo político presidencial —versión benigna del absolutismo benevolente— sería larga y prolija. Dejémoslo aquí, apuntando, eso sí, que las dos versiones de la izquierda española —la de Sánchez y la de Iglesias— sugieren que su opción de gestión es la arbitrariedad iliberal que con tanto énfasis denuncian el uno y el otro respecto de sus adversarios. Entre ambos, destrozan el capital político de Yolanda Díaz, que parece padecer el estatuto de rehén de los unos y de los otros.
Hemos pasado de acoger clandestinamente al dirigente más importante del Frente Polisario (B. Ghali) a abandonar a los saharauis y a los españoles de esa etnia a la suerte que les depare Marruecos; y se ha transitado del antiamericanismo a un ferviente atlantismo en la invasión de Ucrania. Además de furtiva, la política de Sánchez es desquiciante.
(*) El punto 2º de la resolución de Naciones Unidas de 29 de abril de 1991 sobre “la situación relativa al Sáhara Occidental” dice textualmente lo siguiente: «Expresa su apoyo total a los esfuerzos del Secretario General en relación con la organización y supervisión por Naciones Unidas, en cooperación con la Organización de la Unidad Africana, de un referéndum de libre determinación del pueblo del Sáhara Occidental, de acuerdo con los objetivos mencionados en el informe del Secretario General».
(**) El artículo 94.1 de la Constitución establece que “la prestación del consentimiento del Estado para obligarse por medio de tratados o convenios requerirá la previa autorización de las Cortes Generales, en los siguientes casos (…)”, Apartado c) “Tratados o convenios que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I”
(***) Análisis de Javier Fernández Arribas (‘Una sociedad estratégica’) publicado en ‘El Correo’ de Bilbao el pasado domingo.