JORGE BUSTOS-EL MUNDO
DOS miedos gobiernan España desde hace muchos años: a que te llamen facha y a que te llamen botifler. El segundo se localiza específicamente en Cataluña, donde de todos modos se confunde exitosamente con el primero desde que a los nenes les cuentan que Colón, el del índice enhiesto, era catalán, mientras que Samaranch, el del brazo romano, llegó de Marte. Pero son dos pánicos invasivos, paralizantes, que todos los españoles posteriores a 1975 sentimos siete veces al día siete días a la semana. «¿Me llamarán fascista si digo esto? ¿Me purgarán de Las mañanas de TVE? ¿Perderé irremisiblemente todo sex appeal?». Preguntas eternas que nos lanzan los puros y uno no siempre tiene el coraje de responder con honestidad. Ahí está Puigdemont, con el dedo ya sobre el botón electoral pero exiliado de por vida de Cataluña y de la razón porque Rufián tuiteó no sé qué sobre unas monedas de plata.
Dios me libre de señalar miedo en Arcadi Espada, ni siquiera en el Espada de 1981 que, según confesó el jueves en el momento álgido de la presentación de Contra Catalunya, no reaccionó como debiera al tiro en la rodilla que recibió Federico Jiménez Losantos por parte de los mismos que hoy dichosamente se conforman con el tiroteo mental, el disparo de la xenofobia sobre Inés Arrimadas. «Nadie protestó entonces. Y yo tampoco», reconoció lentamente Espada a la cara de Losantos. Y en esa contrición, expiada por años de batalla compartida en el frente solitario de la libertad –el frente de los impuros–, se resumen todas las capitulaciones que deben conceder los buenos para que los malos triunfen. Aquel joven periodista fue en cambio uno de los apenas dos mil manifestantes que protestaron bajo la lluvia el 24 de febrero contra la intentona de Tejero de la víspera: ya tenía claro que asaltar el Congreso era violar su personal soberanía de ciudadano. Años más tarde el mismo fascismo, igualmente imbuido de patria pero esta vez vestido de civil, asediaba el Parlament.
Así como el silencio en periodismo se paga mejor que la denuncia, la quiebra de la omertá también se cobra un alto precio. Un tiro en la rodilla es excepcional: lo frecuente es la intemperie mediática, que por lo demás suele resolverse –cuando hay talento– en la hostilidad del colega y el entusiasmo del lector. Como oyente siempre me llamó la atención la resistencia de Losantos a hablar de su atentado, como la de Herrera a rememorar aquella caja de puros; más tarde comprendí que es precisamente el pudor lo que delata el abismo moral que separa a la víctima cierta del victimista a sueldo. Esa cobardía de escuadrón pijotonto que va por las calles de Barcelona haciendo el trabajo sucio de la tiranía creyendo que está preservando la pureza de Cataluña.