Ignacio Camacho-ABC
- En el PSOE no queda otra forma posible de militancia que la aclamación al caudillo. Un continuo plebiscito autodefensivo
El Partido Socialista no es hoy más que un artefacto político al servicio unipersonal del presidente del Gobierno. Perdió hace un año casi todo el poder autonómico y municipal, carece de estructura jerárquica, el debate orgánico es inexistente y su proyecto se reduce a lograr que Sánchez aguante en La Moncloa un poco más de tiempo, a sabiendas de que será bastante difícil estirar el mandato completo. Ése es el objetivo de este congreso ausente de debate interno: una inyección de ánimo para sus fieles irredentos, como las arengas de esos entrenadores que bajan al vestuario a motivar emocionalmente al equipo cuando va perdiendo.
Porque el PSOE no sólo se está desplomando en las encuestas. Su socio de coalición vive el cíclico descalzaperros propio de las formaciones de extrema izquierda; por los tribunales empieza a desfilar una cuerda de imputados por toda clase de corruptelas –con el fiscal general, un exministro y la mujer y el hermano del líder a la cabeza–; en algunas federaciones regionales surgen tímidas voces descontentas y los aliados nacionalistas y separatistas aprietan las tuercas del chantaje ante la debilidad de un Ejecutivo en quiebra. El bloque de investidura se sostiene a duras penas, cohesionado exclusivamente por la amenaza de una derecha que parece confiar, como quien espera una herencia, en que el adversario caiga por su propia inercia. Ante ese panorama, el sanchismo aborda el cónclave de Sevilla como una agónica llamada a la resistencia.
Resistir contra la realidad, ése es el eje programático de una reunión convocada para enrocarse alrededor de un liderazgo sitiado por los escándalos. Atrincherarse en unas siglas convertidas en un simple reclamo electoral vacío de contenido y de significado, un aparato de poder en clara deriva de populismo autocrático. Demonizar como enemigos a la oposición, a la prensa, a los jueces y a cualquier ciudadano cuya autonomía de criterio rechace la simpleza de los argumentarios prefabricados. Abrazar la polarización como arma electoral y tocar a rebato las campanas del «no pasarán» apelando a la dialéctica del frentismo sectario.
Desde que recuperó la secretaría general, Sánchez ha impuesto en el partido –y en la sociedad española– la dinámica del plebiscito. La organización ha sido despojada de todo atisbo de pensamiento crítico. Salvo alguna excepción más o menos inofensiva, los escasos disidentes han sido expulsados, sometidos, silenciados o reducidos al ostracismo. Los supervivientes de la época felipista son vistos como traidores o reliquias inútiles del esplendor antiguo. No queda otra forma de militancia posible que la aclamación al caudillo. Y así será también este fin de semana: todos unidos en un ejercicio de disciplina motivada por el instinto autodefensivo. Conjurados para evitar que la realidad, el destino o tal vez la justicia pongan las cosas en su sitio.