ABC 06/10/13
JON JUARISTI
El mal llamado «derecho a decidir» implica la destrucción de los derechos amparados por las leyes
El «derecho a decidir», invocado por los nacionalistas como si se tratase de un auténtico derecho natural, es una petición de principio. No es un derecho porque, como muy bien sabían los fundadores de la filosofía política moderna mucho antes de que aparecieran las teorías decisionistas, la decisión es previa al derecho y, por supuesto, a la ley. Hasta el vencido puede (y debe) decidir entre la resistencia, aunque suponga la muerte, o la sumisión. La capacidad de decidir no la otorga ningún derecho, y se ejerce la decisión incluso cuando se renuncia a ejercerla. La propia renuncia es en sí misma una decisión.
Por tanto, habrá que preguntarse qué quieren decir los nacionalistas cuando hablan de «derecho a decidir». Sospecho que algo tiene que ver con la sustitución de la ley por el contrato como fundamento de la democracia posmoderna. Desde Rousseau, el mítico contrato social, expresión de la no menos mítica voluntad general, se ha considerado la esencia misma de la ley, pero nunca hasta hace un par de décadas se pretendió que la promulgación de una ley adoptara la forma de un contrato. Como ejemplo extremo, las normas que en cualquier cuerpo legal prohíben el asesinato o el robo no derivan de contrato social alguno ni de la voluntad general, sino de la evidencia ética de que arrebatar a un semejante la vida o la propiedad es una conducta que debe ser proscrita por la ley. El acto contractual está de sobra, porque sería redundante. El legislador no reúne al pueblo para consultarle si está o no de acuerdo con la prohibición del asesinato o del robo. Análogamente, cuando Renan definía la nación como el resultado de un plebiscito cotidiano, no pretendía que para que existiese la nación hubiera que celebrar diariamente un plebiscito. Sabía que todos sus lectores entenderían que estaba recurriendo a una metáfora.
Sin embargo, la situación actual es muy distinta. Como observa Jean-Claude Milner, «nos hemos criado en la idea de que la democracia es, en cierto modo, el lugar geométrico de la ley. La ley es del orden de lo limitado. Sin embargo, la democracia ya ha entrado en la era de lo ilimitado. Resulta que ahora la democracia es el lugar geométrico del contrato, mejor dicho, de los contratos, puesto que la fuerza de la forma contractual reside en que se puede multiplicar de forma ilimitada».
La política de la expansión de los contratos a costa de la ley se puso en marcha desde finales del siglo XX por la izquierda occidental y se denominó «ampliación de derechos». En la práctica, suponía que toda ley podía ser cuestionada a discreción y sustituida por un contrato explícito del legislador con cualquier sector que demandara un nuevo derecho. Cada nuevo derecho alcanzado por este sistema contractual invalidaba los derechos protegidos por la ley limitada que el nuevo contrato supuestamente ampliaba. En realidad, la política de «ampliación de derechos» institucionalizaba la revolución y, en consecuencia, abolía la ley, a la vez que desataba una nueva forma de totalitarismo, porque la ley permitía todo aquello que no prohibía expresamente, mientras que para la «ampliación de derechos» sólo es tolerable lo que haya sido objeto de un contrato explícito.
El mal llamado «derecho a decidir» pertenece a este orden ilimitado del contrato y, por consiguiente, sólo podría imponerse mediante la destrucción de las leyes que amparan los derechos de todos los ciudadanos, nacionalistas y no nacionalistas. Juega a su favor la superstición básica de la nueva democracia totalitaria: es decir, que nadie debe disfrutar de otros derechos que los que los demás le concedan mediante contratos al margen de las leyes.