Manuel Montero-El Correo
Los representantes de Bildu explican ahora los auténticos comportamientos democráticos, que, por lo visto, consisten en seguirles la cuerda
Entre el cambio climático, la llegada de los coronavirus, la Seguridad Social, las angustias por la caída demográfica y el gafe del ministro farfullando contraexplicaciones por entrevistarse a deshoras, nos hemos acostumbrado a codearnos con el apocalipsis. Ábalos resumió su affaire nocturno con una frase terminal: «Vine (a la política) para quedarme y no me echa nadie». Supimos así que habíamos entrado en un universo paralelo que vete a saber tu cómo acaba.
Los temores por la inminencia del fin del mundo son el pan nuestro de cada día. Cada vez que se refiere a la derecha, a la vicepresidenta le sale un rictus modelo exorcista olisqueando a Satán: se deduce que, de no estar al mando el Gobierno de superprogreso, la civilización se habría hundido ya. También la soflama adquiere un tono apocalíptico cuando los de Vox denuncian. Arremeten contra la eutanasia con tono de desear mala muerte a los que la defienden. En este clima cataclísmico no extraña que el PP, que no sale del abobamiento, salte con la ocurrencia de que el Gobierno quiere ahorrarse fondos hospitalarios ‘eutanasizándonos’ a la menor. En vísperas del Armagedón vale todo.
Hay una razón subliminal para que nuestros líderes (o meritorios) adopten tonos trascendentes, que quieren situarnos en el momento cumbre de la historia. Estamos familiarizados con ese aire tremebundo. Caracteriza a nuestra cultura la convivencia con el apocalipsis. La tradición cristiana siempre lo ha tenido como referente, pero las visiones apocalípticas solían quedar para las profecías, los milenarismos y algún iluminado. Ahora la presencia del apocalipsis es cotidiana.
Por eso estamos acostumbrados a las escenas más terroríficas. Vemos a la ministra llevando al bebé a pasear por el trabajo -como si fuese lo habitual- y no nos estremecemos. Tampoco al saber que su marido se dedica a la agenda 2030 -largo me lo fiáis-, año del que pocos habían oído nada: hay confianza en que, con el acelerón que llevamos, para entonces esto haya colapsado ya. Ni siquiera inquieta la competencia colectiva por blanquear a Bildu con vistas a futuros pactos. Nos hemos acostumbrado ya a que caigan meteoritos matadinosaurios: como quien oye llover, pues no somos dinosaurios.
Este estado mental tiene razones profundas. Entre nuestras diversiones preferidas están las películas de desastres, que empezaron con terremotos, tsunamis y ataques de termitas feroces, para evolucionar hacia catástrofes totales, meteoritos amenazantes, zombis que mutan, congelamientos súbitos de la atmósfera, virus cabronzuelos provocando epidemias, combinaciones de volcanes a tutiplén, terremotos y diluvios universales… Así, el espectáculo cotidiano nos parece una bagatela.
Tantas escenas truculentas te familiarizan con cualquier contingencia: en una caían tempanitos de hielo que se clavaban en la garganta. Si la has visto, o al tiburón merendándose a media playa, cómo te va a alarmar que los representantes de Bildu se dediquen en el Parlamento a dar lecciones sobre el funcionamiento de la democracia. Toda la vida combatiéndola y ahora explican los auténticos comportamientos democráticos, que, por lo visto, consisten en seguirles la cuerda: van teniendo éxito, los antes acosados les compran la gracia. Tampoco extraña que políticos condenados por sedición sean mimados por el Gobierno. Estamos acostumbrados a esperar sin conmovernos la llegada de los zombis, por lo que puede la fiesta continuar.
Hay una razón para que sobrellevemos con calma tanto apocalipsis. En las películas -que construyen nuestra visión de la vida- la Humanidad siempre se salva. Suele saltar un preadolescente yanki con aspecto truculento pero superresponsable que nos evita lo peor justo a tiempo. Así que confiamos siempre en que el milagro nos libre en el último momento.
Lo malo es el convencimiento social de que la culpa del apocalipsis omnipresente es nuestra. El telediario cuenta que hace calor y el locutor señala que es por el cambio climático. Si hace frío, lo mismo. Otro tanto si no hace ni frío ni calor. Mientras, nos mira acusadoramente desde la pantalla. Por provocar el apocalipsis.
El político de guardia hace sus proyectos para salvarnos y también nos mira como culpables. Por no estar a la altura: porque contaminamos y porque no entendemos la auténtica democracia, la revolución catalana o la política exterior bolivariana.
El apocalipsis invade nuestras vidas, pero ya forma parte del paisaje, por lo que deja de conmover, máxime cuando nos atribuye la culpa. Por eso convendría que se relajase el tono transcendente de las sobreactuaciones. No encajan bien con la regeneracioncita de andar por casa que nos están endilgando. No da para solemnidades apocalípticas.