- El martes sabremos si Sánchez y Puigdemont van en serio o todo esto ha sido una partida entre faroleros.
Puigdemont y Ortúzar se reunieron en Waterloo, nombre bélico por antonomasia, para intercambiar técnicas de coacción a Pedro Sánchez, que es el pagafantas del separatismo.
Lo hicieron sin pinganillos ni traductor simultáneo y, como no es previsible que ambos sepan catalán y vasco a la vez, resulta verosímil concluir que hablaron en español, como los protagonistas de la célebre escena de «Las autonosuyas» que ya hace casi 40 años ironizaba sobre el sainete lingüístico.
Los líderes de Junts y del PNV no se aplicaron el cuento que, sin embargo, van a imponerle a Sánchez el próximo martes, al menos en España: Francina Armengol en propia puerta va a imponer el uso libre del catalán, el vascuence y el gallego en el Parlamento, a pesar de los dictámenes en contra de los servicios jurídicos y del más elemental sentido común.
Veremos así a hispanohablantes debatiendo en idiomas que no todos conocen, en una especie de ablación política de la más placentera virtud de la lengua: facilitar la comunicación, no boicotearla por razones identitarias, dejar que sea un puente y nunca una trinchera.
Que el vasco y el catalán se hayan convertido en herramientas definitorias de sendas «naciones independientes» añade otra razón para evitar el despropósito de su implantación a la fuerza en las cámaras: si la mera cuestión práctica ya es suficiente para desechar el sindiós, que coarta el derecho de los ciudadanos a entender a sus representantes; la evidencia de que se usará para consolidar las aspiraciones rupturistas lo desecha del todo.
No se trata de ayudar a tres de las ochenta lenguas regionales existentes en Europa, que sería una noble tarea cultural propia de sociedades civilizadas, sino de derrotar al español y a España, con la complicidad perruna de un Gobierno que ha trasladado su ridícula sumisión a Bruselas para que también allí se las otorgue categoría oficial y se obligue a suecos, finlandeses o rumanos a tragárselas, incrementando las aspiraciones nacionalistas de todo cantonalismo presente también entre los 27 socios de la Unión.
No parece probable que Europa transija, aunque de la tropa encabezada por Von der Leyen puede esperarse todo y nada bueno, al menos en los plazos impuestos por Puigdemont a Sánchez, que se agotan este mismo martes, lo cual permitirá medir muy bien la profundidad de las tragaderas del socialista y la solidez de las convicciones del independentista.
De lo primero hay pocas dudas: si por Sánchez fuera, se erradicaría el español de España, se amnistiaría hasta a Dani Sancho si constatara su militancia en Junts y se aprobaría un referéndum de independencia y se azotaría a los constitucionalistas en plaza pública a elegir por Puigdemont, Junqueras y Otegi.
Pero con el expresidente catalán existen fundadas dudas de que acepte algo que no sea eso, precisamente, con la excusa de que la infinita disposición de Sánchez a la humillación de su país no es suficiente para derribar todas las barreras jurídicas, sociales, institucionales y éticas aún vigentes en España y en Europa.
Si Puigdemont habla en serio, mañana mismo sabremos que la investidura de Sánchez es inviable y el relato de su Selección Nacional de Opinión Sincronizada, que promete la investidura a cambio de la amnistía, deberá empezar a reformular su cacareo para adaptarlo a un escenario de repetición electoral.
Pensar que Puigdemont regalará la Presidencia a Sánchez a cambio de nada, o de buenas intenciones, para integrarse en el autonomismo de ERC, es un ejercicio de voluntarismo sanchista con escaso recorrido, salvo que el prófugo haya ido de farol y se compre los pantalones en el mismo establecimiento que el presidente en funciones: fáciles de bajar hasta los tobillos, pero imposibles de subir a continuación.