IGNACIO CAMACHO
· Nada le proyectará mejor sobre la Historia que ese instante de honor en que encarnó la España que quería ser libre
« ¿Cuándo tendréis otro como él?» ( Shakespeare: discurso fúnebre de Marco Antonio por César)
Miradlo ahí, en esa foto del 23-F, impávido frente a las metralletas, digno, gallardo, sereno, rebelde. Recortado con un perfil bizarro de elegancia moral ante los demonios de la Historia. Recordadlo así, erguido ante la humillación, desafiante, honorable, íntegro, decente. Ese gesto soberbio de pundonor y de hidalguía quedará como su más elocuente testamento, más allá de los discursos y de las proezas, de la seducción y del carisma, de la audacia política y de la nobleza de espíritu. Ese es el retrato definitivo, perenne, inmortal, de Adolfo Suárez González: un hombre recto, cabal, honesto y valiente, un patriota con el orgullo y la vergüenza incólumes plantado delante del oprobio, la traición y la infamia.
Olvidad, si queréis, todo lo demás. El tránsito vertiginoso desde la dictadura a la democracia, la intrépida resolución de situaciones límite, la osadía de funámbulo sobre una piscina de tiburones, los quiebros inverosímiles con que regateaba a la sombra del fracaso. Olvidad la amnistía, la vuelta de los exilados, la legalización del PCE aquella noche de Sábado Santo. Olvidad la concordia, los pactos de Estado, la reconciliación de unas Españas empantanadas en la memoria de la sangre. Olvidad la ansiedad, el desasosiego, la zozobra de la incierta aventura de la libertad. Pero quedáos para siempre con aquel momento de ignominia en que tabletearon las armas bajo la escayola de las Cortes y se volvió a abrir de golpe sobre España la caja de Pandora de su eterno desengaño. Aquel instante en que Suárez se negó a inclinarse bajo el peso inevitable de un destino maldito.