¿Corbyn, Hamon, y el siguiente…?

EL MUNDO 09/05/17
NICOLÁS REDONDO TERREROS

· El autor cree que el reto de los socialistas es convertirse en los reformadores de la globalización, siendo capaces, con programas posibilistas, de disminuir sus efectos negativos y hacer comunes sus innegables beneficios.

EN OCASIONES, cuando los políticos plantean soluciones, lo que en realidad hacen es poner de manifiesto su propia incapacidad, vestida de solemnes frases y palabras vacías. En las primarias del PSOE se ha hecho un gran hincapié en el rechazo a pactos con el PP o, en otras palabras, en la necesidad de volver a ser un partido «verdaderamente de izquierdas». En esa dirección podríamos desentrañar lo que se esconde en la trastienda de esa solemnidad y ese extremismo, ambos más propios del ámbito del psicoanálisis que de la política: analizar por ejemplo el coste que ha supuesto la abstención para que gobernara el PP, incrementado sin duda debido a las formas, verdaderamente criticables, en las que se desarrolló la discusión en el PSOE; pero también sería prudente analizar el coste político que tuvo para los socialistas el pacto nacional «por el cambio» con Podemos en todos los ayuntamientos y comunidades autónomas donde fue posible. Las consecuencias de la abstención no han sido testadas todavía, pero parece por las encuestas que, a pesar de la crisis en la que está sumergido el Partido Socialista, la abstención no ha impulsado a Podemos y no provoca otra bajada electoral de los socialistas; sin embargo, el pacto con Podemos «por el cambio» otorgó a este último una respetabilidad política que no tenía, imprescindible para entender sus éxitos electorales posteriores.

No niego la necesidad de acometer cambios en algunas instituciones autonómicas y municipales, carcomidas por la rutina y los escándalos, pero sí niego el acierto de un pacto nacional en el que nuestra debilidad permitió a Podemos convertirse en el partido ganador –los espejos de Madrid, Barcelona, los ayuntamientos gallegos y otros trasladaron la imagen de un cambio que sólo dependía de los nuevos actores de la política española– a cambio de dar a los socialistas un poder que estaba condicionado por la iniciativa del partido de Iglesias Turrión y que no ha conseguido mejorar las expectativas del socialismo español. Legitimidad política por poder, ése fue el intercambio y ahora no estamos mejor ni donde hicimos el pacto, ni en el conjunto nacional.

Así se hizo donde fue posible, menos en Andalucía, donde Susana Díaz no se dejó atraer por los cantos de sirenas que la impulsaban a un pacto con Podemos que habría impedido a los socialistas andaluces seguir siendo el partido hegemónico de la izquierda. La líder andaluza supo atarse al mástil del PSOE, convencida de que el paso del tiempo era la mejor forma de demostrar que los podemitas eran como los buñuelos, fundamentalmente aire oculto en una apariencia apetecible.

En estas circunstancias, no en otras, creo que es sencillo y lógico explicar la abstención que permitió al PP gobernar: si un partido pierde la perspectiva nacional pierde a la vez y en la misma proporción su capacidad para ser alternativa; una vez comprobada la imposibilidad de formar un Gobierno alternativo serio y coherente, las opciones para los socialistas eran una abstención sin condiciones o con una serie de puntos referidos a «cuestiones de Estado».

Yo siempre me mostré partidario de una abstención condicionada, pero comprendo que se optara por la abstención sin compromisos, sobre todo si tenemos en cuenta el desarrollo del debate en el seno del Partido Socialista en aquellos momentos, más parecido a una intriga palaciega que a un legítimo conflicto de visiones diferentes sobre el papel del socialismo en el siglo XXI. Por desgracia, el error de la grandilocuente política del «cambio» –alentada, legítimamente pero sin la transparencia que exigen a otros, por sectores mediáticos situados por motivos de audiencia en nuestra izquierda–, no fue de cálculo político, fue una decisión instintiva en la que se mezcló con resultados invencibles un instinto primitivo que nos llevó, por encima de conveniencias nacionales y aun propias, a rechazar a la derecha, y una ignorancia evidente sobre lo que debe hacer el socialismo democrático en estos tiempos tan distintos a los que permitieron convertir gran parte de nuestro programa socialdemócrata en cultura política compartida.

Pero no creo que todos esos errores se deban exclusivamente a las desafortunadas decisiones de los dirigentes, me parece que son la conclusión inevitable de la desorientación en la que vive el socialismo en España y en el mundo occidental en general. Comprendo que es más sencillo responsabilizar al azar, factor de dimensiones humanas y con la capacidad de evitarnos sentimientos de responsabilidad, o al destino, justificación suficiente para los que sin energías y sin la inteligencia necesaria se resignan en el qué más da, que a las consecuencias de nuestras decisiones y a nuestra incapacidad de leer correctamente los cambios que se han producido en las sociedades occidentales en los últimos 30 años.

Hoy los ejes convencionales de la política son confusos, carecen de la claridad que ha caracterizado la política occidental desde la II Guerra Mundial. Y parece que la única solución que los socialistas encuentran, tanto en Francia como en Gran Bretaña y algunos también en España, es volver al pasado, volver a ser «verdaderamente de izquierdas». Pero, a mi juicio, no se trata de volver al pasado, el reto es elaborar el socialismo del siglo XXI. Dos factores sobre los que debemos reflexionar: los extremistas de derechas y de izquierdas han logrado imponer la idea de que el Estado de Bienestar ha fracasado, unos achacando el fracaso a su ineficacia para proteger a sus nacionales y los otros achacándolo a las políticas neoliberales, ambos en estos momentos fuera de la historia.

Sin embargo, nunca en la Historia como ahora el Estado ha sido capaz de enfrentarse mejor y con más eficacia a las consecuencias de una crisis económica, sólo hace falta recordar los sufrimientos sociales de otras crisis pretéritas. Estos populismos, con las diferencias pertinentes y obvias, han conseguido hacernos creer no sólo que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que la solución es volver al pasado: unos a un Estado autárquico, los otros a un Estado de Bienestar al que se opusieron mientras se estaba configurando, considerando que era el producto de la claudicación de los socialdemócratas. Unos y otros nos recetan, mostrando que no comprenden nada, volver a un pasado idílico, inexistente y, por lo tanto, imposible. No ha fracasado el Estado, sencillamente la sociedad ha cambiado profunda y vertiginosamente en los últimos 20 años. Quien comprenda que el reto está en los cambios de la sociedad y que el resultado será otro Estado, basado en otros compromisos, en otras relaciones y en otros comportamientos, habrá tomado la iniciativa.

EL SEGUNDO factor a tener en cuenta tiene que ver con un nuevo eje en la política occidental: el miedo al futuro. Sin duda, todo lo desconocido provoca inquietud, pero hemos vivido un largo periodo de tiempo –sin la zozobra que genera lo incógnito y con el optimismo que impone un progreso asegurado y comprensible– convencidos de que el futuro sería siempre mejor que el presente y el pasado. La revolución tecnológica, la robotización de la industria y hasta de nuestra vida doméstica, la consecuente aparición de fenómenos sociales desconocidos –por primera vez viven más seres humanos en ciudades que en el campo– o las migraciones del sur al norte, han adquirido proporciones desconocidas. Todo ello ha llevado a grandes sectores de la sociedad a refugiarse en un pasado más cómodo, más sencillo de comprender, definido por una oposición sin matices a la globalización, aunque con diferencias entre los extremistas de derechas y de izquierdas.

El reto de los socialistas sería convertirnos en los reformadores de la globalización, siendo capaces, con programas posibilistas y pragmáticos, de disminuir sus efectos negativos y hacer comunes los innegables beneficios de una sociedad más global que nunca, en la que muchos de los mitos que a la vez aglutinaban y separaban, se desmoronarán poco a poco o, teniendo en cuenta la aceleración de la historia, precipitadamente.

Para conseguirlo, lo primero que debemos hacer es prescindir de un discurso que no se acomoda a la realidad y es poco creíble: «Las palabras dichas por personajes sin la autoridad moral que tenían los antiguos pierden todo crédito». Posteriormente, volver a confiar en la razón, olvidando recetas e ideas que tenían vida en circunstancias desaparecidas. Por eso mi elección entre quienes optan por dirigir al PSOE evitará a los candidatos fundamentalistas o inclinados a un psicoanálisis colectivo que no importa a la ciudadanía y que termina expresando el convencimiento más inconveniente: el partido es más importante que la sociedad.