Rbén Amón-El Confidencial
La epidemia es anecdótica y hasta recomendable para los hombres, pero es inaceptable para los humanos, tanto en el plano simbólico como en el emotivo
Las epidemias y las pandemias nunca han sido malas noticias para la especie que identifica a los humanos. Ni siquiera las más devastadoras. Porque corrigen los excesos demográficos. Porque hacen más fuertes a los supervivientes. Y porque establecen incluso un nuevo orden. La peste que devastó Occidente en el siglo XIV, igual de cruel para los pobres que para los ricos, precipitó la aparición de la clase media y sirvió de argumento catártico a la aparición del Renacimiento. Lo dice el profeta Isaías: quienes caminaron en la oscuridad alcanzarán la luz.
Nada tiene que ver el coronavirus con una transformación de la civilización, pero el brote y la psicosis establecen la diferencia cualitativa y conceptual que existe entre la especie y la humanidad. No siempre armonizan la una y la otra. La especie puede consentirse un virus letal, no digamos en el contexto de un planeta sobrepoblado y de una emergencia demográfica, pero la humanidad no vela por los mismos propósitos e intereses. A los humanos nos importa más incluso la victoria simbólica y concreta sobre el coronavirus que la desproporción de la crisis económica. Las sociedades del conocimiento —y de la superstición— han subordinado la depauperación y la angustia financiera a la reacción solidaria —humanitaria— que implica atajar la plaga histérica del coronavirus.
Es la perspectiva desde la que se han saturado los servicios de atención médica para conceder prioridad a los enfermos de la ‘fiebre amarilla’. La prioridad absoluta de la patología en boga va a provocar más víctimas mortales ‘habituales’ —infartos, pancreatitis, neumonías ‘normales’— de las que conllevaría una atención convencional a los enfermos de coronavirus, pero no estamos en un escenario de raciocinio ni de pragmatismo. Estamos en un escenario de sugestión y de psicosis que pone a prueba la empatía y la solidaridad hacia los contagiados. Podemos serlo cualquiera de nosotros. Por eso nos uniformamos con la mascarilla y nos identificamos con el ritual de lavarnos las manos, sin distinción de naciones, culturas ni distancias geográficas.
Y podemos morirnos de cualquier enfermedad. Seguimos haciéndolo con las patologías irremediables de siempre —la gripe vulgar, en primer lugar—, pero el coronavirus se ha instalado en la jerarquía de las más distinguidas. No por su gravedad sino por su ‘oportunidad’; y por la repercusión mediática que abastece la aldea global; y por su ‘viralidad’ informativa, redundando en el atractivo absoluto del fin del mundo. La especie hubiera preferido más víctimas mortales que la angustia de una gran depresión económica o que la regresión a las supercherías, pero la humanidad privilegia la sensibilidad hacia el ‘prestigio’ de los nuevos contagiados. Los observamos desde una aprensión que suscita nuestras mayores atenciones. La muerte adquiere su noción cualitativa, independientemente de las estadísticas cuantitativas.
El coronavirus es inaceptable. Provoca una reacción emotiva. Y precipita el desafío prometeico de los científicos contra la maldición
Es una forma de comprender el dilema del tranvía. Supongamos que un convoy viaja sin frenos. Que está a punto de atropellar a cinco personas. Y que la única manera de evitar la colisión consiste en obstaculizarla arrojando a las vías a un viandante ‘inocente’. La solución práctica no ofrece dudas: mejor sacrificar una vida que condenar a cinco, pero resulta que a los humanos nos caracterizan la ética, la responsabilidad, la conciencia y hasta la dramaturgia.
El coronavirus es inaceptable para la humanidad. Provoca una reacción emotiva. Y precipita el desafío prometeico de los científicos contra la maldición. El coronavirus sería, en cambio, una anécdota para la especie. O hasta un contratiempo conveniente, empezando por sus ventajas medioambientales en las que nos desenvolvemos. El cierre de fábricas, el descenso de los vuelos, las limitaciones de la producción y hasta del comercio han disminuido hasta un 25% las emisiones de dióxido de carbono. Ha caído el consumo de la electricidad. Se respira mejor, paradójicamente, ahora que llevamos mascarilla. Ya nos ocuparemos los humanos de recuperar la guerra contra el planeta, pero a los Sapiens sapiens nos favorece la enfermedad tanto como nos desasosiega a los habitantes cotidianos del planeta.