MIGUEL ESCUDERO-EL CORREO

Cuando iba a ver a mi madre, al llegar la época de exámenes finales y me tocaba corregir, me insistía: «Pórtate bien, hijo. Y acuérdate de cuando eras estudiante». Lo cierto es que ni he querido ser un profesor duro ni ser un ‘coladero’, sino ser consciente de mi responsabilidad. Después del confinamiento, hemos vuelto a convocar a los alumnos de forma presencial para que vieran corregidos sus problemas. Los profesores que dimos una asignatura nos reunimos en una sala, cada uno con su fajo de exámenes, y atendemos durante una hora a quien quiera ver el suyo. El profesor se debe precaver y no enzarzarse a discutir la nota puesta. A continuación, los estudiantes pueden solicitar, por vía telemática, la mejora de su nota. El profesor responde antes de 24 horas. No es habitual, pero podría haber otra revisión si se reclamase al jefe de Estudios.

Suelo disfrutar dando clase, y procuro que sean provechosas para mis estudiantes. No me encanta corregir, pero hay que hacerlo lo mejor posible. En ocasiones, he debido subir la nota; no mucho más de un punto. En las revisiones, puedo observar la actitud de los examinandos. Como es natural, hay de todo en la viña del Señor: educados y correctos, displicentes y altaneros, pesados y marrulleros. Este junio se me presentó un muchacho que me soltó que venía «a ver si rasco algo», le agradecí sonriente su franqueza. Tenía un 2 de mi problema, no se lo bajé; aunque habría podido hacerlo en justicia.

Si bien nunca se debe engañar, siempre hay que evitar ser demoledor. A veces me da por imaginar el porvenir de mis estudiantes concretos, y cavilo en la repercusión de mi comportamiento con ellos.