FERNANDO VALLESPÍN-El País
- En algún momento habrá que decir “hasta aquí”, pasar a ocuparse de los problemas reales del país y no de entidades metafísicas como el ser de los pueblos
La coincidencia entre la frustrada reunión de Sánchez y Feijóo y el serio y oportunista artículo de Urkullu en estas páginas da que pensar. Por un lado, los dos líderes más representativos de este país dándose la espalda y viéndose porque no tenían más remedio; por otro, el paso adelante en el autogobierno vasco que propone el lehendakari y que es un aviso a navegantes sobre la hoja de ruta que desde hace ya tiempo tienen prevista hasta dar el salto final a la independencia. Cuando las condiciones históricas estén maduras, se entiende. Y, por lo pronto, a esperar hasta que se pronuncie el expresident Carles Puigdemont, aunque todos sabemos ya más o menos de qué va la cosa. Frente a esta claridad de ideas, los que habitamos el resto del Estado, por utilizar la jerga del PNV, ignoramos en realidad cuál es la visión de España de nuestros dos grandes partidos. Ambos se remiten a la Constitución, pero en el caso de uno de ellos dependerá de lo que le exijan los nacionalistas para poder gobernar; en el del otro lo imaginamos, porque solo nos lo dicen en negativo, la identidad española es el reflejo invertido de las expectativas nacionalistas periféricas. En dos palabras, no hay un modelo de país ni la unidad suficiente entre ellos para poder realizarlo. Es una ironía, pero uno de los países más antiguos de Europa sigue navegando por la historia sin saber qué es en realidad.
Quienes me siguen por aquí saben de sobra que suelo ser de los más hospitalarios con nuestra diversidad, que estuve a favor de los indultos en su día y que no se me caerían los anillos por la cuestión de la amnistía. Es más, creo que Feijóo hubiera estado dispuesto a aceptarla a cambio del gobierno. Tampoco tengo problemas con lo de la plurinacionalidad si eso significara descansar durante una generación de este irreprimible y estragante choque de patrias. Porque ya está bien de que nos monopolice la conversación y la actividad política. Esperanza vana, los partidos que ahora condicionan nuestra gobernabilidad no podrían subsistir sin seguir tensionando la cuerda, perderían su identidad. En algún momento habrá que decir “hasta aquí”, pasar a ocuparse de los problemas reales del país y no de entidades metafísicas como el ser de los pueblos. Pero este es precisamente el asunto, ¿de qué país estamos hablando? Es la cuestión que habría que aclarar antes de nada, porque para algunos es un mero “Estado” y para otros la “nación represora”.
Lo que me pide el cuerpo, que no la inteligencia, es resolverlo de una vez con sendos refrendos en Cataluña y el País Vasco. Si los gana la causa española descansaremos durante un buen periodo; si no, tampoco debería pasar nada, externalizaríamos la carga del conflicto de identidades nacionales hacia el interior de los nuevos Estados y, dado que presumo que seguirían en la UE, quienes viven allí y se sintieran españoles gozarían de todos sus derechos ―”como los alemanes en Mallorca”, que dijera Arzalluz―. No tendríamos por qué llevarnos mal e incluso acabaríamos votándonos mutuamente en Eurovisión, como hacen ahora las repúblicas exyugoslavas. El resto seríamos un país bastante más pobre, pero al menos con capacidad para actuar en común y bien vertebrado, eso que envidiamos de otras naciones. A mí, la verdad, me compensaría con creces. Si la inteligencia se me resiste es porque temo que hoy carecemos del liderazgo adecuado para dar un paso tan audaz y el remedio puede ser peor que la enfermedad. Lejos de ahuyentar el fervor nacionalista, lo exacerbaría hasta niveles insospechados y, desde luego, no volvería a ver un gobierno de izquierdas en nuestro país en lo que me queda de vida. No hay solución a este dilema.
Mientras tanto, nuestros grandes líderes se reúnen un rato y están a ver quién pilla cacho.