JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-El Correo

  • El problema de la inclusión de fuerzas extremistas en los gobiernos sólo se resolverá si los dos grandes partidos lo asumen como común en vez de como nutriente de su rivalidad

El lehendakari, Iñigo Urkullu, ha augurado para Europa, tras la invasión de Ucrania, un futuro de «economía de guerra» con «consecuencias severas». Se ha hecho así eco de otras voces autorizadas que, de manera más o menos explícita, anuncian pronósticos similares. La de tono más tremendista, y no por ello menos certera, ha sido la de Josep Borrell. Igualmente alarmado se ha mostrado el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al proponer un «pacto de rentas» que, sin calificarla expresamente de crítica, remite nuestra situación a la que dio pie a los Pactos de La Moncloa. En esa misma línea, el propio lehendakari había ya sugerido el pasado domingo, en entrevista concedida a este periódico, la conveniencia de abordar un pacto de Estado entre los dos grandes partidos del país, al que el PNV estaría abierto, con el fin de afrontar con eficacia el gravísimo problema que se nos viene encima. También en la UE, sus Estados saben que las radicales medidas que han tomado, de castigo a Rusia y apoyo a Ucrania, van a causar efectos tan severos como los que anuncia el lehendakari. Las discrepancias versan sobre su grado de gravedad. Unánime ha sido, en cambio, la voluntad de afrontarlos.

En esta grave situación, que requiere del más alto grado de entendimiento de las fuerzas políticas y sociales, ha venido a interponerse en nuestro país un hecho que ahonda, en cambio, las desavenencias. Se trata del acuerdo alcanzado por el Partido Popular y Vox, en la Comunidad de Castilla y León, para compartir el poder institucional, asumiendo aquel segundo partido la presidencia de las Cortes y entrando a formar parte integrante del Ejecutivo. Pese a que el pacto gubernamental se veía venir desde que la aritmética propiciara los parlamentarios en Andalucía, Murcia y Madrid, el paso dado ahora es de tal relevancia que tendrá repercusiones más allá de nuestras fronteras. Ya han comenzado a sentirse. Es, en efecto, un asunto de alta sensibilidad en Europa, que, abordado con criterio no uniforme por los países de la Unión, suscita en todos alarma. En el nuestro, el paso se da además en unos momentos de tal precaria interinidad en el PP, que se complica su tratamiento. Por de pronto, las expectativas que su líder aún ‘in pectore’ había despertado a causa de la nueva orientación moderada que querría imprimir en su partido quedan, cuando menos, en suspenso, a expensas de cómo maneje las consecuencias de este inoportuno obstáculo.

Y es que, más allá de la objetiva gravedad del asunto, el enfrentamiento en que vive la política del país no augura la serenidad que aquel requiere para un ordenado tratamiento. Por contra, el caso se ha hecho ya pasto de la avidez de los partidos, exacerbando su rivalidad y haciendo más belicosa su polarización. Términos como fascismo y comunismo se enfrentan en foros políticos y mediáticos como no ocurría desde unos tiempos que los más sólo conocen por los libros. Los extremos, que se retroalimentan de estos nutrientes, serán los únicos beneficiados. La práctica del ‘y tú más’ se aplica a las alianzas que trenzan unos y otros para echárselas en cara entre sí y justificar cada cual las que él mismo forja. El interés partidista hará de un asunto complejo y sensible un problema insoluble. Se esfumará, en consecuencia, toda posibilidad de afrontar los abrumadores problemas que nos acechan con el sentido de país que requieren.

No se quiere asumir que la solución es cosa de dos, porque el problema es de todo el país y no de un partido. Todo reproche que uno de los dos grandes partidos dirija al otro por cerrar pactos que juzga indeseables resultará hipócrita y ventajista, si no va precedido de una oferta sincera de apoyo al derecho a gobernar que a ese otro asistiere. A falta de segunda vuelta, cabe aplicar su espíritu. Aquel reproche se extendería además, quiérase o no, al electorado de la fuerza que se pretende excluir, cuando tal electorado no es sino la cosecha tardía del desafecto que los dos grandes partidos han causado con su desidia o ineptitud a la hora de ejecutar sus compromisos electorales. El auge de los extremos y radicales no es de generación espontánea. Obedece al desfallecimiento de quienes se declaran centrados y moderados. La cosa no va, pues, de anatemas que provocan la reacción despechada de un electorado que se siente insultado. Deberían saberlo quienes alardean de garantizar la gobernabilidad, cuando no la misma constitucionalidad. O asumen ambos el problema como cosa de los dos o sólo lograrán exacerbar una rivalidad que dificulta su solución. Y, en este último caso, quedarán empantanadas, entre otras cosas, las «consecuencias severas» de la «economía de guerra».