Editorial El Mundo

EL INDEPENDENTISMO se hartó de agitar en las calles el lema «no tenim por» («no tenemos miedo»), pero la realidad es que la descomposición de sus dirigentes ante la acción del Estado de derecho supone una vergonzosa exhibición de irresponsabilidad personal e inmadurez política. De otra forma no pueden calificarse los subterfugios usados desde las bases separatistas para confundir el procesamiento de Carles Puigdemont y el resto de líderes independentistas con una represalia propia de un Estado totalitario. El separatismo buscó, alentó y perpetró un choque frontal con la democracia. La respuesta a esta hoja de ruta golpista, que el magistrado aprecia que no se ha diluido, es la propia de una democracia.

La decisión del juez Pablo Llarena de enviar a prisión incondicional a Turull, Rull, Forcadell, Bassa y Romeva es una consecuencia lógica del auto de procesamiento dictado por el magistrado del Tribunal Supremo a 25 de las 28 personas investigadas, atribuyéndoles delitos de rebelión, malversación y desobediencia. Turull impulsó la movilización como portavoz del Govern, Rull fue parte destacada en la estrategia soberanista y Romeva favoreció el reconocimiento de la república catalana en el exterior. Entre los dirigentes que no han sido procesados figura Artur Mas, lo que resulta difícil de explicar teniendo en cuenta su papel central en el inicio del procés.

En un auto duro, prolijo y rigurosamente fundamentado, Llarena aprecia grave riesgo de fuga entre los encausados por la deriva separatista y sostiene que el separatismo perpetró un «ataque» al Estado constitucional que «integra una gravedad y persistencia inusitada y sin parangón en ninguna democracia de nuestro entorno». El juez hace especial hincapié en que tanto Puigdemont, fugado de la Justicia española, como Junqueras y Forn fueron advertidos en una reunión de los Mossos tres días antes del referéndum ilegal del 1-O del riesgo que se corría ante posibles incidentes violentos. Eran conocedores de la gravedad de los hechos y, pese a ello, decidieron continuar con el referéndum llamando a la movilización ciudadana. Los independentistas no sólo urdieron una tramoya orientada a proclamar el nuevo Estado, sino que tejieron ésta siendo conscientes de que se podría producir hechos violentos.

Además del relato pormenorizado que establece para argumentar el papel de los procesados en el golpe secesionista, Llarena avisa que, conforme a los hechos que conoce, el independentismo reanudará el «diseño criminal» una vez «recupere el pleno control de las competencias autonómicas». No cabe duda que el juez que instruye la causa por el procés advierte al Gobierno de que debe analizar el «riesgo» que conllevaría levantar el artículo 155, de lo que puede colegirse que la rebelión emprendida para vulnerar el marco constitucional no es una acción del pasado, sino que continúa en desarrollo. Basta comprobar el discurso incendiario de Puigdemont o la vergonzante fuga de Marta Rovira para constatar que el desafío rupturista constituye una amenaza latente o larvada, pero en ningún caso extinguida.

Jurídicamente, la huida de la secretaria general del ERC –sobre la que pesaban medidas cautelares leves atendiendo a la gravedad de los delitos de los que es acusada– hace que ya sean siete los dirigentes fugados. En consecuencia, Llarena acierta al reactivar las euroórdenes de Puigdemont y el resto de huidos, y al dictar una nueva contra Rovira.

Políticamente, la encarcelación de los líderes soberanistas deja en punto muerto la segunda votación de la investidura de Turull, convocada para hoy en el Parlamento catalán. La CUP aclaró que no piensa apoyar a ningún candidato que no sea Puigdemont. En todo caso, resulta un sarcasmo que ahora se trate de culpar al juez de esta parálisis. Es el empeño de los cabecillas del independentismo en perpetuar el golpe lo que bloquea la legislatura y frustra cualquier atisbo de vuelta a la normalidad.