Kepa Aulestia, EL CORREO, 21/4/12
Quien encarna una posición privilegiada no puede servir de ejemplo moral para millones de ciudadanos que hacen su vida a la intemperie
La conducta del Rey y la de algunos miembros de su familia ha abierto el debate sobre la Corona y sobre la forma de Estado que representa la Monarquía desde el flanco más débil de dicha institución, el factor humano, que paradójicamente se había presentado siempre como su vertiente más sólida gracias al ‘juancarlismo’. El problema es que la institución depende del comportamiento público y privado de unas cuantas personas que pertenecen a una misma familia. De ahí que no sea casual que el debate respecto al futuro de la Monarquía enfrente a fervorosos creyentes con creyentes a secas, agnósticos y ateos militantes. El debate tiende a resaltar la incógnita sobre el momento y las circunstancias en que se producirá la sucesión. La carencia de la ley orgánica prevista en la Constitución tiene que ver con que Juan Carlos I se ha erigido en intocable, como si la ‘permanencia’ que la Monarquía conferiría al Estado dependiera de su continuidad personal en la Jefatura del mismo. Pero el tema ha dejado de ser un coto exclusivo de los más fervientes teólogos del credo monárquico para convertirse en objeto de discusión, sin que ninguna verdad inescrutable sobre la inserción constitucional de la dinastía de los Borbones pueda acallar ya las opiniones más críticas.
Es significativo que los mensajes del Rey generen siempre comentarios de adulación. Eso sí, acompañados de reacciones de respetuosa indiferencia y de alguna que otra contestación. El pasado miércoles Juan Carlos I sorprendió al pedir perdón, y esa sorpresa enalteció el gesto frente a los poderes que nunca se disculpan y que tampoco se sentirán concernidos mientras no les pillen cazando elefantes en Botsuana o algo parecido. Pero el acierto del Rey estribó en que con dos frases evitó explicar por qué pedía perdón, qué aspecto de su conducta consideraba equivocada y si entendía que había sido algo más que un desliz inoportuno. Es aquí donde el perdón Real se pareció al modo que los responsables públicos tienen de reconocer errores o formular autocríticas, que es también el modo en que lo hacemos en la vida cotidiana: sin especificar la causa de la culpa ni las medidas que se piensan adoptar para penarla o evitar que vuelva a suceder.
La adulación hacia el Monarca incurre a menudo en el papanatismo cuando se afirma que el Rey encarna la ejemplaridad que correspondería a la institución, o se reclama que ejerza de referente moral. ¿Sobre qué y respecto a quién? Las posibles respuestas conducen a una conclusión inexorable, y es que la propia institución, por sacrificada que sea su encomienda personal, ocupa una posición tan privilegiada que impide que quienes la encarnan puedan servir de ejemplo moral para millones de personas que llevan una vida a la intemperie de avatares extraños al Palacio de la Zarzuela. Aunque en realidad lo único que esperan tanto los fervorosos creyentes como los creyentes a secas y hasta los agnósticos es que el Rey y los miembros de su familia no se porten mal, ni por acción ni por omisión. En este sentido, las sombras del ‘caso Urdangarin’ continuarán interpelando a la Corona durante mucho tiempo.
La Monarquía ha sido defendida como un bien imprescindible para la democracia, dando por supuesto que la Transición hubiese resultado mucho más problemática sin su concurso, y entendiendo que la Corona seguía jugando un papel de arbitraje. Todo lo cual no ha impedido que se cuestione la necesidad de dicha institución una vez consolidado el sistema de libertades. La pregunta es si la democracia y las instituciones precisan de la Monarquía para legitimarse hacia dentro y procurar notoriedad hacia fuera o, en otras palabras, si la Monarquía continúa revirtiendo a favor de la democracia todo lo que ésta procura a dicha institución.
La Monarquía como forma de Estado contribuyó a asegurar que la Transición se diera vía reforma y no mediante una ruptura con el régimen franquista. La aceptación posibilista de la Corona por parte de formaciones esencialmente republicanas, como el PSOE y el PCE, constituyó un tributo a favor de la reconciliación. La Monarquía amparaba a los sectores que habían ostentado el poder durante el franquismo y querían transitar hacia una democracia ya ineludible, mientras buscaba su propia legitimidad en el cumplimiento de un rol dispuesto al cambio sin excesivas tutelas. No en balde, la Monarquía había sido restablecida con anterioridad a que se recuperaran las libertades. Pero tres décadas después del 23-F los problemas de la Corona no se refieren únicamente a su injustificable exclusión de las administraciones que deberán rendir cuentas según la próxima ley de transparencia, o a las especulaciones sobre las dosis de ‘juancarlismo’ que podría heredar el sucesor. El hecho de que la institución sea dinástica no podrá impedir que su papel de árbitro y representación acabe siendo más funcional que entronizado.
La mayoría de la ciudadanía seguirá pensando que la Monarquía no sobra en el ensamblaje democrático y constitucional. Siempre y cuando a su coste presupuestario no se le sume una carga insoportable de morbo cortesano. Y siempre que los partidos con posibilidades de gobernar continúen viendo en la Corona un factor de estabilidad que no se desestabiliza. Los constituyentes blindaron la figura del Rey en la Carta Magna. Es indudable que la redacción se hizo con el fervor de quienes no podían imaginar las peripecias monárquicas más recientes. Claro que si las circunstancias empujan a la Corona a rebajar su función hasta cumplir con un papel análogo al de, por poner un ejemplo, la presidencia de Alemania, será aun más inevitable el cuestionamiento de su privilegiada posición de inviolabilidad y no sujeción a responsabilidades. Lo que significaría poner en solfa la continuidad de la Monarquía como forma de Estado.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 21/4/12