Descubro a raíz del escrache a Isabel Díaz Ayuso en la Universidad Complutense la existencia del término abandónico, de uso habitual entre los profesionales de la salud mental.
El abandónico no es, como creen muchos, el progenitor que abandona a sus hijos, sino la víctima de ese abandono. Porque el que sufre neurosis de abandono es el abandonado, no el abandonador. Y eso con independencia de que el abandonador sea a su vez abandónico respecto a sus padres. Algo no sólo posible, sino también habitual.
La sintomatología del abandónico, según la literatura médica, se caracteriza por la inseguridad afectiva. El abandónico ha transformado su necesidad de amor en glotonería emocional. En gula de afecto.
Los abandónicos suelen sufrir intolerancia a la frustración, agresividad, depresión, adicciones y trastornos de la sexualidad. En ocasiones, el abandono no es real, sino percibido como tal por la víctima, o fruto del relato torticero del otro progenitor.
También es habitual que el abandónico sufra un complejo de Edipo inverso. El complejo de Edipo inverso lleva a sentir veneración por el progenitor del mismo sexo y odio hacia el de sexo contrario. Algo que coincide, por cierto, con ese meme habitual en las redes sociales que dice que una madre gélida dará como resultado un hijo conservador, y un padre ausente, una hija comunista.
[El meme no dice nada, sin embargo, de las hijas de madres gélidas y de los hijos de padres ausentes. Urge un estudio que rellene ese hueco del conocimiento humano].
En cualquier caso, yo a todo esto lo llamaba antes ideología. Pero es interesante saber que la frontera entre política y salud mental es más porosa de lo que parece.
En realidad, el abandónico parece coincidir con precisión con un arquetipo político muy habitual en nuestro país, pero sobre todo entre las filas de los partidos populistas a ambos extremos del arco ideológico.
Quizá, y digo «quizá», el abandónico busca hoy en la política aquello de lo que carece en su vida personal.
De ahí la veneración de «lo público» como sustitutivo del progenitor ausente. Lo «público», el «Estado» o «la Nación» como el edén en el que encontrar la seguridad emocional y económica de la que uno carece por motivos que nada tienen que ver con lo político. «¿Por qué no tengo un trabajo estable y un piso en propiedad en el centro de Madrid a mis 22 años? ¡Algo está fallando! ¡Será culpa de los boomers!».
Hasta el lenguaje y la imaginería que utilizan los abandónicos de la política son significativos. La «matria» y la «patria», la «comunidad de afectos», los «cuidados», los logos en forma de corazón o esas comparecencias públicas en las que el líder aparece rodeado de sus subordinados, pero con una cuidada escenografía en la que no falta jamás una anciana, un adolescente, algún inmigrante.
Ahí, en esa foto, está la familia idealizada (la abuela, los primos, el novio de la niña), tan diversa como irreal. Una familia en la que nadie se ausenta y todos arropan al líder proveedor. La familia perfecta, la escogida, en la que nadie abandona a nadie. En la que todos encajan en el arquetipo diseñado por las multinacionales de la cultura.
Y de ahí, por ejemplo, aquel cartel de vuELve. La carta del pater familias pródigo que anuncia su retorno a casa después de una larga ausencia para cuidar de su partido, de sus votantes y de sus simpatizantes como uno sólo lo hace por sus hijos.
Pablo Iglesias vuelve. Y se reencuentra con la gente.
No reírse. Es un cartel serio. No es un meme. pic.twitter.com/ZGR8b99HI4— August Landmesser (@canete707) March 6, 2019
De ahí también esa necesidad casi neurótica de arremeter contra abstracciones carentes de cualquier rigor científico como «el heteropatriarcado» y de sustituirlas por esos «nuevos modelos de familia» decididos por votación a mano alzada por las estructuras más fuertemente jerarquizadas que existen hoy en España: los partidos políticos.
Como si la familia no fuera una estructura social orgánica, natural y espontánea, sino algo que decide un comité de burócratas en el Congreso de los Diputados. Burócratas liderados de forma caricaturesca, además, por machos dominantes con un comportamiento arquetípicamente tóxico. Es decir, por la encarnación en la vida real de aquello de lo que, supuestamente, se intenta huir en primer lugar.
Porque el abandónico no quiere huir del heteropatriarcado. Lo que desea de forma agónica es retornar a él y ser acogido en su regazo.
En la trinchera contraria, la abandonadora es la madre gélida. Esa patria prostituta que ha abandonado a sus hijos y se ha lanzado en brazos del primero que pasaba por la calle, léase la izquierda, y cuya virtud debe ser restaurada para que vuelva a ser la madre abnegada y protectora, pero sobre todo virgen, que siempre había sido.
Por eso el abandónico ve el fantasma de sus neurosis en todos los rincones de la vieja casa familiar abandonada (en el caso del abandónico de izquierdas, hasta en el lenguaje, los juguetes infantiles y la carne de ternera, símbolos todos ellos de lo hogareño y de la socialización que se produce en el seno de la familia verdadera) y lo busca en cualquier dogma de fe capaz de someterlo con un sistema de creencias mucho más estrictas que la de cualquier institución castrense.
De ahí también el fervor casi religioso con el que el abandónico se aferra a sus distorsiones cognitivas y sostiene, por poner un estúpido ejemplo, que su «familia» defiende a las mujeres sacando de prisión a los violadores que las han agredido.
Ninguna familia real defendería a una madre que facilitara el bullying a sus hijos abriéndole la puerta de su casa a los matones que les amenazan. Pero el abandónico siente tanto odio por el progenitor abandonador que se aferrará a cualquier estupidez que le venda su nueva familia adoptiva.
Y, de hecho, cuanto más estúpida sea la estupidez, mejor. Porque una creencia estúpida exige una fe absoluta y radical, y esa fe absoluta y radical confirma lo férreo de los nuevos vínculos en un círculo vicioso de fanatismo y mentecatez del que muchos no saben o no quieren escapar.
A falta de amor, esa ficción que el abandónico cree que ha sido manufacturada en un laboratorio de Disney, bueno es cualquier otro sentimiento. Aunque este sea grotesco y haya sido manufacturado (este sí) a partir de las supersticiones ideológicas de moda por alguna secta religiosa espiritual o laica liderada por fanáticos de la moral.
Al abandónico, en fin, le sirve cualquier emoción porque las confunde con sentimientos. Y un escrache es un banquete de emociones que devorar a dos carrillos proyectando en tal o cual líder político la imagen del progenitor ausente que debería haberte protegido de todo mal, pero que ha abandonado a la familia de «lo público».
Como hacen aquellos que huyen del populismo de su patria de origen, pero que buscan reproducir en su nación de adopción los mismos esquemas políticos disfuncionales de los que huían originalmente, el abandónico huye de una familia tóxica, pero pretende reproducir sus ponzoñosos hábitos en el escenario de lo público.
El resultado es un Frankenstein corrosivo. Una réplica grotesca de la familia tradicional encarnada en «lo público» y en «la patria». Ese es precisamente el material con el que se fabrican los leviatanes estatales y el camino más directo posible hacia la conformación de una sociedad fallida de individuos infantilizados, violentos y victimistas.