IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Sánchez ha trasladado al ámbito institucional un concepto aventurero de la política que somete todo a su capricho cesarista

Ala espera de esa ‘performance’ plebiscitaria de Ferraz –tan cerca, ay, de la plaza de Oriente– donde los socialistas pretenden escenificar la ceremonia ritual de adhesión inquebrantable, cada minuto de cuenta atrás deja patente que sea cual sea la decisión de Sánchez el escenario político a partir del lunes ya no se parecerá al de antes. Incluso en el propio partido se están produciendo silenciosos movimientos preventivos por si es menester tomar posiciones en un eventual postsanchismo, a sabiendas de que si el líder se queda puede desatar una purga en los círculos que a su juicio no le han mostrado suficiente cariño. Pero sobre todo se extiende la sensación de que la atmósfera de la vida pública va a quedar envuelta en una crispación aún más extrema que la que ha convertido esta legislatura en una auténtica guerra de trincheras. La polarización civil estimulada por el presidente como prioridad estratégica puede elevarse en adelante a la máxima potencia.

Este extraño paréntesis ‘de reflexión’, en realidad una crisis de Estado, confirma la anomalía continua que caracteriza el liderazgo sanchista. No sólo en el poder; su etapa de oposición estuvo salpicada de peripecias atípicas que pusieron la estructura orgánica del PSOE patas arriba y laminaron a toda la antigua jerarquía. El problema es que ha traslado a la esfera institucional su concepto aventurero de la política como un ámbito de excepcionalidad donde todo gira en torno a su capricho cesarista. Se mueve a impulsos, a tirones, a espasmos, en un carrusel de contradicciones que arrastran a sus partidarios a un sonrojante contorsionismo que encima deben celebrar sin reparos, aplaudiendo los bandazos como si presenciaran los trucos malabares de un mago. Ha transformado la responsabilidad de Gobierno en una inestable secuencia de sobresaltos culminados por este período suspensivo que tiene a sus seguidores al borde del infarto.

Debe de ser muy duro ser sanchista, someterse voluntariamente a una fe tornadiza sin certezas doctrinales, profesar una ideología de premisas cambiantes, sonreír con gesto amable a socios extorsionadores que se ufanan de su capacidad de chantaje y, ahora, hacer de ‘pedrettes’ corales para rellenar este lapso desesperante que deja el futuro de los creyentes en el aire. Porque una cosa es que toda militancia conlleve un componente inevitable de disciplina sectaria y otra distinta que el receptor de esa lealtad obligada juegue de manera frívola, quizá gratuita, con el instinto de supervivencia implícito en la condición humana. Tanto los que hoy hagan de comparsas en Ferraz como los que no vayan son conscientes del escaso valor de su plegaria laica. Es el precio de haber aceptado un caudillismo que los vuelve rehenes de las circunstancias mientras la esfinge medita en la soledad de una atalaya desde la que tal vez esté rumiando una revancha.