Carlos Herrera-ABC
Los nuevos líderes hacen y deshacen sin rendir cuentas a nadie
En el libro «Como mueren las democracias», Levitsky y Ziblatt recuerdan cómo la democracia estadounidense tuvo a lo largo de la historia políticos populistas, autoritarios o abiertamente segregacionistas que llegaron a tener un apoyo popular de hasta el 40 por ciento aunque, felizmente, nunca llegaron a hacerse con la Presidencia. Con afán claramente provocador, los autores rechazan el tópico que la sociedad americana tenga un genuino mecanismo de prevención que les hace inmunes contra este tipo de líderes tóxicos. Sostienen por el contrario que la verdadera protección no llegó del compromiso de los estadounidenses con su democracia sino del papel jugado por quienes ellos llaman los guardianes de la democracia: los partidos políticos del país.
Es milagroso que alguien hable bien de los partidos políticos y más milagroso aún que se elogie la manera en que, a lo largo de la historia, las élites de esos partidos supieron conjurarse, si era preciso, para designar al candidato correcto frente al candidato con más apoyo popular. No es democrático, pero ha demostrado en muchos casos ser lo mejor para la democracia. Este cribado en el que la élite de los partidos dejaba fuera de la carrera electoral a figuras demostradamente inadecuadas, funcionó también en España de manera razonable hasta que esos propios partidos renunciaron a su labor de intermediación para trasladar la decisión a una votación directa entre los militantes. Desde entonces, en España hemos tenido cuatro elecciones generales en cuatro años, hemos liquidado a una generación política que todavía tenía mucho que ofrecer al país y además sufrimos un cesarismo inimaginable hace sólo unos años. Los partidos renunciaron a su función de filtro y cribado y los nuevos líderes no se sienten obligados a dar ningún tipo de explicación a su organización: hacen y deshacen a su antojo sin rendir cuentas a nadie. Fueron elegidos democráticamente, pero su comportamiento no es el de dirigentes comprometidos con los usos de las democracias basadas en el control y la limitación del poder.
Esta semana hemos visto como un partido político ha sabido reaccionar para preservar sus valores tradicionales y su propia supervivencia. Los demócratas han lanzado un mensaje muy potente al dar a Joe Biden la victoria en las primarias del supermartes. Ante la creciente posibilidad de que un socialista como Sanders pudiera hacerse sin apenas oposición con la candidatura del Partido Demócrata a las próximas elecciones la reacción ha sido fulminante: los dos aspirantes moderados han renunciado para sumar sus votos a la mejor opción posible, que era la de Biden. No consta que esta decisión haya sido producto de ninguna conspiración; Biden ha resucitado esta semana como un candidato creíble, que probablemente no podrá ganar las elecciones a Trump, pero no condenará al partido a una derrota tan humillante como la que acaban de sufrir los laboristas británicos con la candidatura de Jeremy Corbyn.
El proceso de las primarias demócratas ha quedado reducido a una competición binaria: entre quienes quieren frenar a Trump con posiciones extremistas y quienes consideran que la única manera de plantarle batalla es apelando al centro y la moderación. Por el camino se ha quedado también el plutócrata que pensó que el liderazgo político se podía comprar con dinero y publicidad. El entusiasmo que despierta Biden es muy limitado, probablemente no ganará las elecciones frente a un Trump que puede presentar a los estadounidenses unos resultado económicos sin parangón, pero la candidatura del vicepresidente de Obama ofrece seguridad, coherencia con la trayectoria histórica del Partido Demócrata, experiencia de gobierno y posiciones templadas.
Lo ocurrido esta semana en EE.UU. demuestra que si el centro político tiene un problema no es su falta de audiencia, sino la fragmentación y el narcisismo de sus líderes.