Jon Juaristi-ABC
- La humanidad actúa frente a la pandemia como un sistema que persigue finalidades propias, independientes de las individuales
La creencia en conspiraciones para la creación artificial de virus o vacunas letales y su propagación planetaria parece síntoma de un inmoderado optimismo acerca de las capacidades de la especie. Lo cierto es que la aniquilación sistemática de los viejos y de los pobres del mundo no requiere poner de acuerdo a poderes ocultos ni manifiestos. Pasados ciertos umbrales de complejidad y peligro, la especie entera funciona como un sistema emergente, como un enorme termitero que se organiza de abajo arriba sin necesidad de programas explícitos ni directrices deliberadas. Como argüía en 1973 Lewis Thomas en favor de la tesis de «la absoluta imprevisibilidad» del funcionamiento de las redes extensas, «reunida, la gran masa de las mentes humanas de todo el mundo parece comportarse como un sistema vivo coherente», cuya intencionalidad no está nunca clara ni para las más lúcidas y penetrantes de aquellas. Algo parecido pensaba el Unamuno más joven, que era, como Lewis Thomas, un biology watcher, un observador de la vida y de sus comportamientos, aunque más optimista que el famoso médico y ensayista norteamericano. Unamuno creía que la humanidad alcanzaría un estado final de armonía fraterna y felicidad universal pero, advertía, «se va a tal finalidad cerrados los ojos a ella, en egoísta impulso de ciegos exclusivismos». Es decir, a sangre y fuego, a bronca limpia.
Lo que resulta evidente es que el sistema actúa con independencia total de las voluntades individuales, autorregulándose de acuerdo con una necesidad supraorgánica, lo que los griegos llamaban ananké. Nadie quiere matar al abuelito, pero sus nietos se contagian en botellones con el exclusivo fin -ignorado por ellos mismos- de liquidar al yayo o a la yaya, por lo general esta más resistente que su cónyuge (lo que exige darle más besos). Lo mismo o algo parecido sucede con las estrategias de vacunación, de las que por el momento quedan excluidos los habitantes del Sur. En el Norte se vacuna en primer lugar a los más ancianos (que, vacunados o no, morirán antes que los demás por causas varias entre las que destaca la edad). Mientras se les vacuna, hay tiempo suficiente para que los ancianos menos ancianos que no viven en residencias aisladas se contagien en masa gracias al amor de sus nietecillos. ¿Es esta una política criminal conscientemente aplicada por los gobiernos? En absoluto. Se trata del instinto autorregulador de la especie. Si cambiara la política, ya se las ingeniaría el instinto para seguir con la criba.
Y, por supuesto, las autovacunaciones clandestinas de los amos de la barraca son minucias golfas que no modifican la estadística. Meros detalles cachondos, como el de aquel capitán que escapaba en un bote de remos mientras su barco se hundía, y que al recriminarle su primer oficial tal conducta alegando que había aún mujeres a bordo, contestó: «Sí, ya, ¡está la cosa como para ir de juerga!».