Miquel Giménez-Vozpópuli

La propuesta efectuada por Inés Arrimadas a Sánchez de cara a formar un Gobierno constitucional a muchos les parece formidable y a otros fatal

Algunos debieron pensar cuando Rivera anunció que abandonaba la política lo mismo que Tayllerand cuando supo que Napoleón había ordenado fusilar al duque de Enghien. El diplomático sacudió la cabeza con tristeza y pronunció la histórica frase “es peor que un crimen, es un error”. Que luego los instigadores intentasen escabullirse, como el siempre escurridizo Fouché o el jefe de la policía secreta, general Savary, es lo de menos. Fue Bonaparte, obtuso y arrogante, quien se reconoció responsable de aquella atrocidad con la petulancia de los hombres bajitos que se creen héroes mitológicos.

La propuesta de Arrimadas puede parecer, a tenor de todo lo dicho, una reiteración de lo que Rivera hizo in extremis para evitar nuevas elecciones. De hecho, la actual dirigente naranja pone encima del tapete un Gobierno de coalición entre PSOE, PP y Ciudadanos. Una alternativa razonable, a la tedesca, que nadie mínimamente sensato podría criticar por la sencilla razón que la otra, la del Gobierno con Podemos, separatistas, Bilduetarras y demás, aún teniendo la misma legitimidad democrática que la primera, abriría un horizonte negrísimo para España en el concierto europeo y ya no digamos en el terreno económico.

Que Sánchez haya aceptado verse con Arrimadas rápidamente no es casual, como tampoco lo es que Esperanza Aguirre haya salido a la palestra pidiéndole a Casado que ceda unos cuantos diputados para se abstengan en la investidura

 

Nada que decir, pues, a la propuesta, que solo presenta un pequeño defecto: Ciudadanos solo tiene diez escaños de los 221 que formaría esa mayoría. Son, desde el punto de vista de la aritmética parlamentaria, absolutamente irrelevantes. Pero no nos precipitemos. Que Sánchez haya aceptado verse con Arrimadas rápidamente no es casual, como tampoco lo es que alguien con la experiencia de Esperanza Aguirre haya salido a la palestra pidiéndole a Casado que ceda unos cuantos diputados para se abstengan en la investidura a cambio de que Sánchez renuncie al proyecto de gobierno que tiene.

¿Podría haber hecho lo mismo Rivera? Podría. ¿Habría traicionado sus promesas en campaña? Sí. ¿El votante naranja se ha ido hacia otros pagos porque desea más acercamiento al PSOE o por otras razones? La inmolación de Albert, ¿fue peor que un crimen, fue un error? Y, de ser así, ¿quién sería el Bonaparte en esta historia que nos han explicado solo a medias? ¿Tienen algo que ver cierto grupo mediático y cierto grupo financiero a los que Rivera y su núcleo duro les parecían un verso demasiado suelto para sus intereses? ¿Tiene Inés la capacidad de persuasión necesaria – ciclópea, precisaríamos – para arrastrar a un PP totalmente renuente hacia una gran coalición? Y, la clave, ¿está Sánchez dispuesto a ello?

Sea lo que sea, lo que nadie podrá achacarle al ahora ya apartado líder naranja es lo que en su sentencia de muerte los jueces de Napoleón redactaron respecto al duque de Enghien: inteligencia con el enemigo, alta traición y complicidad en un complot. El resto, on verra.