IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Ningún sistema de relaciones humanas, y menos la democracia, puede funcionar si falla la garantía de la palabra

El peor efecto de las últimas crisis políticas y económicas, el que más desapego ha producido entre los ciudadanos y las élites dirigentes, es la ruptura del vínculo de confianza. Nuestras vidas están organizadas sobre ese lazo intangible que nos permite entregarle a un amigo o un vecino las llaves de nuestra casa, contar un problema íntimo al psiquiatra, dejarnos anestesiar en un quirófano, depositar los ahorros en una entidad bancaria. Ningún sistema de relaciones humanas puede funcionar si esa seguridad moral falla. Y aunque la democracia haya previsto mecanismos de control para evitar abusos de poder o tentaciones autoritarias, su base esencial continúa siendo un contrato entre representantes y representados suscrito a través de la palabra. Cuando ese compromiso se rompe –por el engaño, la ocultación o el incumplimiento de programas– las instituciones se degradan, las normas pierden su fuerza de cohesión social y la gente cede a la suspicacia, el escepticismo o la desesperanza.

El precedente de 2008 ha sembrado el recelo en el liderazgo. Ya nadie cree a un gobernante que reclama serenidad ante la quiebra de un banco. Ni siquiera Biden ha logrado que sus garantías de protección del Estado a los depositarios hayan impedido la sacudida de pánico tras la bancarrota del SVB californiano. La memoria de Lehman Brothers ha cruzado el Atlántico y provocado una tormenta bursátil con notables estragos. En España, donde el recuerdo del rescate de las cajas está fresco pese a su relativo control de daños, las entidades financieras han sufrido pérdidas muy relevantes sin que las llamadas oficiales a la calma hayan tenido resultado. Los clientes y accionistas oyen a un miembro del Ejecutivo pedir tranquilidad y salen de estampida. Recuerdan a Zapatero negando la recesión que ya se había echado encima, a Rajoy subiendo los impuestos, a Sánchez indultando a los separatistas, a aquel malhadado Simón vaticinando que la pandemia –«uno o dos casos»– pasaría de largo y sin víctimas. El pueblo ha desarrollado sus propios anticuerpos defensivos contra la mentira.

La descreencia se extiende a asuntos neurálgicos para la normalidad social como las resoluciones judiciales, cuya presunción de imparcialidad ha quedado sometida por el manoseo partidista a un deterioro bastante grave. Hasta el fútbol ha caído en el descrédito tras el escándalo del arbitraje, uno de esos casos capaces de trascender a la calle y dinamitar con su carga de sospechas las ya muy escasas certidumbres populares. En medio de la crispación ideológica, del cabreo político y del malestar generalizado hemos perdido en buena medida la conciencia de hasta qué punto la desconfianza institucional se ha convertido en uno de nuestros mayores problemas. Y la única solución consiste en volver a una vida pública razonablemente sincera donde el ‘relato’ importe menos que una gestión honesta.