JOSEP MARIA VALLÈS-EL PAÍS
El balance de los últimos 20 años del actual modelo político resulta insatisfactorio. Es lo que permite hablar del agotamiento de una fórmula sin que se vislumbre por ahora una vía de salida para repararla
Es excesivo achacar al rey emérito y a sus operaciones financieras una mayor responsabilidad de la que les corresponde cuando se valora la actual situación de nuestro sistema político. No son solo sus andanzas las que han dañado la credibilidad de un edificio político que presenta desde hace tiempo síntomas graves de fatiga. Hay otros datos dignos de mención en el pasivo del sistema. En todo caso, es llamativo que quienes mayor énfasis ponen en su solidez y ven en la monarquía su presunta clave de bóveda suelen ser también los que más alarmados se manifiestan ante cualquier crítica a sus puntos negros. Esta contradicción se expresa en la reacción escandalizada que les provoca cualquier alusión a una “crisis del régimen del 78”.
Cuesta distinguir si esta reacción se debe al empleo del término “régimen” o al diagnóstico de crisis que se le asocia. Parece claro que molesta mucho a algunos la calificación de régimen atribuida al sistema político actual. Es una reacción sin justificación convincente. Porque la literatura especializada califica habitualmente como régimen político al conjunto de normas, instituciones y valores que configuran las relaciones de una sociedad determinada con el poder político. Como en tantos conceptos de las ciencias sociales, no hay unanimidad en la definición de régimen. Pero sus versiones más usuales son aplicables a cualquiera de los sistemas políticos de hoy, incluido el nuestro.
Que se le añada además la fecha de origen —1978— tampoco parece inapropiado ni para nada ofensivo. ¿O es que no existe un acuerdo bastante general para admitir que el esquema político que se definió durante la Transición fue muy diferente del que le precedió? Negar o ignorar que exista un “régimen del 78” sería alimentar la tesis de la continuidad esencial entre el franquismo y el sistema actual: algo bastante contradictorio con las posiciones de quienes se irritan por el uso de la expresión. Porque suelen ser los mismos que sostienen que en aquella fecha se renovó el sistema político y niegan que el franquismo siga subsistiendo como estructura política de base. Si ahora afirman que no hay “régimen del 78”, ¿admiten que seguimos con el “régimen del 39”?
Vayamos ahora al segundo término de la expresión que censuran: la crisis. Para algunos, no es admisible atribuir una condición crítica a un sistema político que —según ellos— disfruta de muy buena salud, aun reconociendo en él algunas deficiencias parciales. Rehúsan hablar de crisis, pero al mismo tiempo profieren exclamaciones de dramática alarma por el futuro de un sistema al que paradójicamente consideran libre de graves daños.
Quienes no nos sentimos ni molestos ni agraviados por tratar abiertamente de la crisis del régimen del 78, podemos admitir sin esfuerzo los avances que el sistema aportó al país durante las primeras dos décadas de su existencia. No es poca cosa en una sociedad nada habituada a periodos sostenidos de estabilidad. Pero ello no quita que se registre una acumulación de factores negativos que lleva a establecer un balance insatisfactorio de sus últimos 20 años. Es este balance negativo el que permite hablar de crisis como momento histórico en que se detecta el agotamiento de una fórmula sin que se vislumbre una vía de salida para repararla.
En este preocupante balance de situación, baste señalar cuatro puntos negros: desigualdad socioeconómica creciente, degradación del sistema representativo, desencaje profundo del modelo territorial y, finalmente, colonización partidista de la alta Administración y de otras instituciones del Estado.
Por lo que hace a la situación socioeconómica, la economía social de mercado que prometía el acuerdo fundacional de 1978 fue gradualmente vaciada de contenido mediante la privatización abierta o encubierta de sectores económicos clave y de servicios sociales básicos. En realidad, se llevó a cabo una nueva desamortización de capital público en beneficio de minorías bien instaladas en los circuitos financieros globales. Una lectura del Título VII de la Constitución —Economía y Hacienda— es un ejercicio propicio para la melancolía cuando se advierte la desviación de sus objetivos económicos y fiscales, culminando en la reforma constitucional cuasi clandestina de su artículo 135, bajo la presión conminatoria del presidente del Banco Central Europeo. Reforzada por la desarticulación progresiva del derecho del trabajo, la precariedad laboral ha dado lugar a un contingente creciente de trabajadores pobres, ha paralizado la movilidad social ascendente y ha agravado los indicadores de una desigualdad que se multiplica ahora con el impacto sanitario y económico de la covid-19.
En el orden institucional, la democracia parlamentaria que debía encauzar el pluralismo político fue ya deformada de buen principio por una ley electoral de contenido preconstitucional. La dinámica bipartidista aseguró ciertamente la estabilidad gubernamental, pero al costoso precio de consolidar las burocracias partidistas y distanciarlas de una ciudadanía cada vez más escéptica y desconfiada con respecto a los objetivos y las motivaciones de sus representantes. Resultado de esta dinámica ha sido también la corrupción instalada en algunos partidos. Azuzada, además, por la acción de un sistema de medios de comunicación más preocupados por conseguir cuotas de mercado que por animar un debate democrático de calidad, la política institucional se ha convertido en un espectáculo poco o nada edificante y, en algunos casos, más ridículo que otra cosa. Es poco razonable esperar que estas condiciones faciliten acuerdos amplios sobre políticas esenciales para la convivencia.
Un resultado lateral de esta desviación ha sido también la colonización partidista y corporativa de otras instituciones clave del régimen. La alta Administración estatal y las instancias denominadas contramayoritarias o “independientes” se han dejado llevar con frecuencia por derivas de inspiración partidaria o de interés corporativo, poco acordes con sus funciones y con los intereses generales del país. En el juego de equilibrios —más que de separación— que ha de existir entre los poderes públicos es esencial la existencia del respeto mutuo que se deben entre ellos cuando demuestran su capacidad para estar donde les corresponde y actuar en consecuencia. Por desgracia, ninguno de ellos puede esquivar ahora su cuota de responsabilidad en esta pérdida general de reputación y en el consiguiente deterioro del sistema institucional.
Finalmente, no es necesario extenderse sobre el prolongado desencaje de un modelo territorial que ya no responde a la diversidad de situaciones que se dan en el conjunto del Estado. Una fórmula que podía haber sido capaz de adaptarse con flexibilidad a nuevas condiciones fue petrificada estérilmente. Se reavivó así una grave dolencia histórica que desgasta las energías necesarias para afrontar otras cuestiones internas y dar al país alguna presencia significativa en la política global. La cronificación del problema no le quita trascendencia: intensifica su impacto negativo. Basta recordar que la incapacidad para estabilizar una definición nacional-territorial de España ha sido componente decisivo en las anteriores crisis de régimen que ha conocido la historia contemporánea del país.
En conclusión, la crisis de régimen no va a resolverse denunciando únicamente la precaria legitimidad de la monarquía, ni tampoco refugiándose en ella como si se tratara de un baluarte indispensable e inexpugnable. Son más —y tan o más graves— los desperfectos que nuestro sistema político padece. Sin un diagnóstico de conjunto que los tenga a todos en cuenta, no será posible dar con el camino que permita repararlos.
Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.