Cristales rotos

Ignacio Camacho-ABC

  • Esa morralla de la violencia callejera no representa a las víctimas auténticas del estrago social de la pandemia

No, esos disturbios nocturnos no expresan el malestar de «la sociedad», al menos todavía. La sociedad está en su casa rumiando la ruina o, si ha podido esquivarla, pasando el puente en la calle y de día, en cualquiera de esas terrazas donde la gente finge ignorar que una mascarilla bajada puede ser un arma de contaminación casi masiva. La sociedad está cabreada pero es pacífica. Los que queman contenedores y saquean comercios son energúmenos oportunistas. Radicales de diversas tendencias -a la barbarie no se le puede llamar ideología-, vándalos antisistema, algunos inmigrantes subidos a la ola de la violencia desaprensiva, ultras como los que se citan antes de los partidos de fútbol para retarse a palizas. «Racaille»: chusma, escoria, los llamó Sarkozy hace unos años, cuando los suburbios franceses ardían bajo una sacudida de cólera nihilista.

Algunos de esos profesionales de la agitación que se autodenominan políticos aprovechan los altercados para fabricar enemigos. Señalan a los cayetanos, a los menas, a los neonazis, a los independentistas; cada uno escoge su objetivo preferido. Es la técnica favorita del populismo: inventar culpables, excitar fobias, amparar victimismos, encontrar coartadas para justificar un «estallido» ficticio. Meter miedo con el que agrandar el descontento. Pescar a río revuelto, estimular odios, provocar desasosiego. Verter gasolina ventajista sobre el incendio a ver si el alboroto les procura algún provecho. Cuanto peor, mejor; las noches de cristales rotos preceden siempre a los manejos de los demagogos, de los arribistas, de los aventureros, de los monopolistas del sufrimiento ajeno.

Esa morralla callejera no representa el verdadero drama de las clases medias que están empezando a ver a su alrededor los fantasmas del desempleo y la quiebra. Las víctimas auténticas del estrago social de la pandemia. Las de los negocios cerrados, las de las persianas bajadas, las que intentan sostener la dignidad cuando recogen la bolsita de alimentos en los comedores de la pobreza. A ésas no las veréis rompiendo escaparates en las madrugadas del toque de queda ni quejándose de la hora en que los bares recogen las mesas. Pero su pesadumbre silenciosa puede incubar otra clase de protesta que aflore en la descreencia del sistema. Y ahí estarán de nuevo los populistas con el cazo de sus falsas recetas.

El próximo, inminente confinamiento no tendrá aplausos. Las autoridades se podrán dar con un canto en los dientes si logran un acatamiento resignado. No va a haber unidad superficial ni épica de la resistencia sino, en el mejor de los casos, una desoladora sensación de cansancio. Y nadie saldrá más fuerte sino más harto de triunfalismo, de fallos, de incuria, de imprevisión, de desentendimiento, de engaños. El peligro no está en los contenedores quemados sino en la válvula por la que acabe escapando la presión del fracaso.