José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Las vacaciones del presidente y de sus ministros han demostrado que el nuevo Gobierno no mejora ni la lozanía ni las habilidades del anterior. Y que la coalición sigue sin funcionar
Agosto ya no es un mes de vacaciones para la política. Hace años que dejó de serlo. El descanso gubernamental ha sido, sin embargo, largo y silente. Formalmente terminó el miércoles pasado con una imagen muy torpe del presidente del Gobierno en alpargatas atento a una pantalla en la que aparecían el ministro de Exteriores y la de Defensa en interlocución sobre las circunstancias de la repatriación de nacionales y de afganos desde Kabul a bordo de aeronaves de las Fuerzas Armadas. El regreso a Madrid, ayer, de Pedro Sánchez cierra una quincena de holganza que ha precipitado la opinión de que el cese de siete ministros en el mes de julio no ha mejorado los mecanismos de reacción y coordinación del Ejecutivo.
No es reprochable que la evacuación de españoles y naturales de Afganistán que colaboraron con nuestras tropas allí se esté produciendo con lentitud. Es verdad que otros países han reaccionado con mayor presteza, pero al Gobierno le ocurrió como a tantos otros: los talibanes se hicieron con Kabul mucho antes de lo que suponían los más acreditados servicios de inteligencia. Lo reprobable no es la lenta y dificultosa repatriación que se está llevando a efecto, sino la ausencia de reacción política.
Procedió una comparecencia pública de Pedro Sánchez mediante declaración institucional, una tanda de consultas con sus pares de la OTAN y, alternativamente, un posicionamiento oficial de la ministra de Defensa, conjunta con el de Exteriores y Cooperación. Los tuits no han sido precisamente idóneos en las recientes circunstancias.
Tampoco han sido bastantes las palabras entrecortadas e inseguras del ministro del Interior concernido principalmente por la pésima gestión de la devolución a Marruecos de menores no acompañados que deambulaban —y siguen haciéndolo— por las escolleras del puerto de Ceuta. A Grande-Marlaska le han dejado a la intemperie y Sánchez no ha tenido ni una buena palabra ni un gesto en un asunto que apelaba a su acendrado progresismo. ¡Qué lejos queda aquella recepción en el verano de 2018 del buque Aquarius con centenares de inmigrantes a bordo! Hay tiempos políticos que se pierden y que ya no se recuperan. Es el caso de lo que le ha ocurrido al Gobierno este agosto.
El Gabinete ha parecido encogido estas dos últimas semanas. Es disculpable que no se haya llegado («en 100 días» como aseguró el 10 de mayo Pedro Sánchez) a la vacunación con pauta completa del 70% de los ciudadanos españoles (el total de la población, se dijo entonces), pese a la trampa semántica que ha utilizado la ministra de Sanidad según la cual se ha cumplido el porcentaje en «la población diana», concepto al que nunca antes se había referido ni ella ni el presidente en su promisorio discurso.
No es admisible, sin embargo, que Sánchez enfatice su propensión a la propaganda con señalamiento de fechas a término de la culminación de sus supuestos retos políticos y operativos. Al hacerlo, más que arriesgar temerariamente, juega de forma ventajista con las expectativas sabiendo que son de muy falible cumplimiento. A mayor abundamiento: se han sucedido las decisiones judiciales que demuestran que la legalidad ordinaria no empoderaba de modo eficaz a las comunidades autónomas para adoptar medidas restrictivas como sostenía el Gobierno: en Cataluña, por ejemplo, su Tribunal Superior solo ha aceptado el toque de queda en 19 municipios de los 148 para los que los solicitó la Generalitat.
Es irresponsable que, ante el desbocado precio de la energía eléctrica, el Gobierno haya navegado en contradicciones con su socio de Unidas Podemos —Yolanda Díaz se ha cuidado de salir a la palestra con todas las consecuencias, pero ha exigido estar presente en el gabinete de crisis para la gestión de las repatriaciones desde Afganistán— y especulado con proyecciones ‘ad calendas graecas’ sobre una supuesta empresa pública de energía cuando venzan las concesiones hidroeléctricas ahora en explotación por las grandes compañías del sector. Teresa Ribera, la vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica y el Reto Demográfico, es una técnica competente, pero su capacidad de empatía se aproxima al cero absoluto. Ni comunica con sintonía ni explica con accesibilidad, mientras que a la demagógica ministra Belarra se le entiende todo.
Más eficiente —hasta que se ha cansado, harta de comerse marrones— ha sido la trianera ministra de Hacienda y Función Pública, María Jesús Montero, que se ha zafado con esa ufanía que la caracteriza, con los precios de la factura eléctrica atribuyéndoselos sin sonrojarse a los gobiernos de Aznar y de Rajoy. Ahí queda eso. Ocurre que la que ha estado desaparecida ha sido la inicialmente flamante ministra de Política Territorial y Portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez, que ha perdido la canícula para demostrar que Sánchez no se ha confundido al designarla como el rostro mediático del Ejecutivo tal y como en ámbitos políticos y periodísticos se está temiendo. De los demás ministros recién nombrados, poco que contar, más allá de un par de apariciones rituales de Félix Bolaños al que ya es obvio que le falta el rango vicepresidencial como breve interlocutor de la oposición a propósito de la crisis provocada por los talibanes.
Todos los asuntos acaecidos en lo que va de agosto hubieran merecido una respuesta gubernamental que acreditase que el nuevo equipo conformado por Sánchez el mes pasado disponía de la lozanía y la habilidad que el anterior había perdido. No solo no ha sido así, sino que se ha echado en falta a Carmen Calvo que estaba al pie del cañón con mayor o menor acierto y las ocurrencias comunicativas de Iván Redondo que hubiese manejado algo mejor las cuentas en redes sociales del presidente del Gobierno.
Pedro Sánchez, de manera personalísima, y su equipo en el Ejecutivo, han consumado unas vacaciones fallidas en términos políticos durante las que han despuntado todas las insuficiencias que se creyeron soslayar con la crisis de julio: falta de reflejos, promesas incumplidas, desconcierto ante acontecimientos sobrevenidos, silencios crípticos y contradicciones por partida doble, entre los socios en el Consejo de Ministros y entre lo que se hace y lo que se dice en su progresista programa de coalición. Una coalición que, ya sin Iglesias y con Díaz, sigue sin funcionar. Demasiado tiempo en La Mareta… Y en alpargatas. Es cierto así que una imagen vale más que mil palabras cuando de comunicación política se trata, por más que con la anécdota chusca del calzado presidencial se haya incurrido en una hipérbole política.