JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 27/01/13
· Se han ensombrecido,cuando no destruido, muchas de las mejores referencias de nuestra identidad democrática.
Resulta muy fácil hacer la crónica de la depresión. Sale sola. La máxima institución del Estado afectada por turbulencias, otras instituciones desprestigiadas en su función representativa, el sistema de partidos quebrado por la desafección, el clima social intoxicado por la desconfianza y el descreimiento. Amenazas de procesos de ruptura del Estado, generadores de división y desgarro interno en los territorios que los protagonizan, preludian situaciones que pueden llegar a ser críticas desde el punto de vista constitucional. El paro, a un paso de los seis millones, ofrece una realidad humanamente desoladora y políticamente desafiante, anticipando la dureza de unos meses que van a poner a prueba como nunca antes las menguadas reservas no sólo económicas sino cívicas de esta sociedad.
La subcultura del espectáculo, firmemente agarrada a la depresión nacional, traslada sus mecanismos patológicos de reclamo a la formación de la opinión pública para hacer de la indignación una categoría de análisis y del discurso de la antipolítica el sórdido, peligroso y estéril entretenimiento nacional, sin reparar –y lo deberíamos saber a estas alturas– en que la antipolítica nunca ha conducido a la regeneración sino al marasmo antidemocrático de los populismos de toda especie. Dejamos de mirar a Latinoamérica como si el populismo fuera sólo un mal de allí. Entre nosotros identificamos un populismo, no de descamisados sino de traje y corbata, que pretende pescar en este río revuelto. No otra cosa, por ejemplo, es ese «España nos roba» convertido en la infamia nodriza del independentismo catalán. Quedémonos con la esperanza. Si una sociedad en la que el 20% de su economía es sumergida y en la que el rechazo a la excelencia se tiene por una política de igualdad, muestra esta reacción a la corrupción en la vida pública, ya sea aquella real, presunta o imaginada, y que se queja de la poca calidad de nuestros políticos, tal vez es porque ella misma está decidida a avanzar hacia las nuevas cotas de virtud cívica, de probidad colectiva y de autoexigencia que sin duda España necesita.
Mientras tanto, toda imputación prospera porque se ratifica en el prejuicio contra la política sin que a la Justicia se le perciba capaz de depurar esas responsabilidades en tiempo útil. Las carencias de esta respuesta se hacen particularmente evidentes en los procesos en los que se confunde la investigación con lo que la jerga legal anglosajona denomina ‘fishing expeditions’, o entre nosotros ‘sumarios-río’ en los que el establecimiento de las responsabilidades concretas y acotadas a quienes incurren en ellas deriva hacia una verdadera causa general e inacabable contra grupos u organizaciones. Con demasiada frecuencia, el resultado es que se generaliza la sospecha y se equipara en el reproche social al damnificado con el que realmente merece llevar el uniforme de rayas, alimentando en unos la impresión de que la ley no castiga y, en otros, que la ley no protege. Que tal impresión no responda a la realidad del trabajo de jueces y magistrados, objeto de injusta desconsideración, no resta gravedad al problema
La jornada de ‘inauguración’ de Obama en su segundo mandato ofrece algún aspecto interesante. Hemos contemplado con admiración –algunos han hablado de ‘envidia’– el desarrollo en Washington de lo que constituye uno de los grandes ritos de la democracia. Lo llamativo es que los ritos de nuestra propia democracia son ridiculizados con derroche de acritud como exhibicionismo político impropio porque se ha disuelto entre nosotros el sentido reverencial y el valor simbólico que hay que reconocer a las grandes instituciones, cuyo valor radica precisamente en que proceden y sobreviven a quienes las ocupan, partidos o personas.
Lo que nos pasa no es ninguna maldición. Debemos preguntarnos cómo ha llegado a esto un país cuya consolidación como democracia y su modernización social y económica le convirtieron en una de las grandes historias de éxito de los últimos 30 años, universalmente reconocida. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, todos lo decimos. Pero hay más. Hemos estado demasiados años haciendo exactamente lo contrario de aquello que nos llevó al éxito. De la cultura del consenso que arranca con el pacto constitucional, pasamos a partir de 2004 a la política de exclusión que –curiosa coincidencia– inicia en Cataluña Maragall y su Gobierno tripartito. De la concentración de energías en lo que se nos venía, a emplearlas en revisionismo histórico sectario, incluida la propia Transición y el proceso constituyente de 1978. De buscar el centro para ganar elecciones, pasamos a la radicalización de la izquierda en su alianza con los nacionalistas para cortejar al extremismo. De actores en la realidad internacional, pasamos al aislamiento narcisista en la burbuja del buenismo. De políticas reformistas que mantuvieron en la economía española un buen ritmo de modernización y apertura, a la negación de la crisis, el asistencialismo y la sangría de recursos públicos para financiar el progresismo con déficit público.
Nos pasa, en suma, que se han ensombrecido, cuando no destruido, muchas de las mejores referencias de nuestra identidad democrática, de nuestra mejor narrativa común, de la cohesión y la autoestima superadora de la incivilidad y el pesimismo histórico. Y si no somos capaces de evitar la recaída en el peor imaginario colectivo, el futuro está condenado a ser un enorme grito de ¡sálvese quien pueda!
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 27/01/13