Crujido de vigas maestras

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Este ruido de crisis superpuestas preludia el desplome de España como idea y la asoma al estado de democracia imperfecta

Pocas naciones como España dilapidan tanta energía en el bucle de la discusión sobre sí misma. Algunas otras hay, sí, y todas ellas arrastran problemas de tirantez colectiva, sempiternos conflictos identitarios de repetición cíclica que acaban incrustados en su historia como un estigma. Lo que es difícil de encontrar son sociedades que se profesen tan poca autoestima, que se apliquen con tanto denuedo a demoler sus vínculos de ciudadanía, que contemplen su pasado, su presente y su futuro con nuestra inconfundible mirada pesimista. Al menos un par de veces por siglo los españoles nos sumimos en algún episodio de vértigo autodestructivo, en recurrentes sacudidas de resentimiento, agravio, intolerancia o revanchismo, en períodos de revisión suicida del sentido del compromiso o de depresión del espíritu cívico. Arrebatos de retroceso melancólico hacia esos paréntesis malditos en que nos da por tratar a los compatriotas como enemigos.

La actual crisis del sistema institucional es una de esas etapas de arrepentimiento, en este caso del modelo fundacional que constituye una de nuestras escasas historias de éxito. Muchos aspectos del ‘régimen’ del 78 han podido quedar obsoletos pero su reforma exige dos requisitos que hoy por hoy resultan una ensoñación: talento político y consenso. Clarividencia en el liderazgo y voluntad de encuentro. Ética de la responsabilidad y pensamiento estratégico. Basta un simple vistazo al escenario público para comprobar que está desierto de concordia y de madurez, de criterio sensato, de inteligencia, de templanza, de equilibrio, de tacto. La élite (?) dirigente vive acomodada en el enfrentamiento binario, en el sectarismo, en la banalidad, en la dialéctica de bandos retroalimentada por la excitación del rechazo. La alianza de poder vigente en los últimos años carece de otro proyecto que no sea la deslegitimación del adversario y la imposición de un marco de radicalismo dogmático. Ésta es la gran anomalía nacional: un Estado en manos de un racimo de partidos obstinados en liquidarlo.

Por eso esta fiesta, la del 12 de Octubre, es una efeméride hueca. Una mera tregua que apenas sirve para ocultar las grietas de unas instituciones arrastradas a la decadencia por los encargados de protegerlas. Sólo el esfuerzo de la Corona mantiene en pie una cierta, símbólica noción de estabilidad, de respeto a las reglas, de razón serena en medio de este perceptible fragor de trincheras. Suya es la última señal reconocible de España como idea, como comunidad abierta, como espacio de convivencia. Por debajo sólo hay un ruido de crisis superpuestas, una parálisis administrativa, una separación de poderes abolida, un abatimiento social, una depresión anímica manifiesta. Ese crujido de vigas maestras que preludia la declaración de ruina estructural propia de lo que la politología moderna conoce como democracia imperfecta.