Eduardo Uriarte-Editores

El tono paternal de nuestro presidente en su aparición en televisión, justo al día siguiente de que Pablo Casado le hurtara todo protagonismo ante la tronante moción de Vox, nos siguió mostrando su pose de monarca del Antiguo Régimen predicando -pues lo eran por derecho divino- a los vasallos y exhibiendo su real generosidad ante los virreyes territoriales ofreciéndoles nada menos que el estado de alarma.

Un estado de alarma que, por la fórmula requerida desde Euskadi y Cataluña nos devuelve al caos y arbitrariedad de aquella época preconstitucional, y por la amplitud de su aplicación, seis meses en claro fraude de ley, deshabilitando el control parlamentario,  le facilita a Sánchez convertirse en un autócrata. Que nuestro presidente, llevado de su decisionismo, no es escrupuloso con la legalidad es ya un hecho conocido, pero de lo que está dando muestras, por estilo y obra, es que se está convirtiendo en rey en lugar del rey, pero no rey constitucional, más bien en pretendiente carlista. De ahí el apoyo de los montaraces del País Vasco y Cataluña.

Debieran mis amigos que militan apasionadamente en el PSOE meditar sobre la falta de sensibilidad constitucional y democrática de su líder, y reflexionar sobre la actual adhesión socialista al liderazgo más propia de nacionalistas o el totalitarios que de lo que se llamó socialismo en democracia. ¡Vivan las Cadenas!

Sánchez es dado a hacer política convocando a Cortes, convocando a los presidentes de las autonomías, desencajando la función del Congreso y dejando más desocupado aún más al Senado -recordemos que las pocas veces que el rey convocaba a Cortes era casi siempre para pedir dinero o ensalzar su persona-. El presidente de la España plurinacional no gusta de estructuras políticas modernas, prefiere las que rigió las Españas, como llamaban a este país los tradicionalistas. Es en el Congreso donde debe plantearse el estado de alarma, no en este invento de presidentes de comunidad donde tan a gusto está este progre de mentalidad y hechos reaccionarios.

Que vamos al pasado no es una ocurrencia propia. Félix de Azua lo dice con toda rotundidad (“Progreso al pasado”, El País, 20, 10, 2020): “he aquí que el Gobierno progresista avanza a toda velocidad hacia el pasado…, avanza a toda velocidad hacia el siglo XIX”. Junto a un análisis crítico de las cuestiones inacabadas que quedaron en la Constitución Gabriel Tortella (“De Vuelta al Tercer Mundo”, El Mundo, 22, 10, 2020”) aprecia también esta deriva al pasado: “Hace 40 años los españoles suspiraban por acceder a la condición de país plenamente europeo. Y yo me pregunto: ¿estamos hoy los españoles dispuestos a desandar lo andado desde 1976 y transitar marcha atrás para convertirnos de nuevo en un paria en Europa y en un país del Tercer Mundo?”.

Coincide con él José María Lasalle (El País, “Estado Aluminoso y Nación Dividida”, 22, 10, 2020) en los aspectos inacabados de la Transición, pero también en la preocupación de esta vuelta al pasado. Describiendo la situación actual que considera frustrante introduce la vuelta al pasado: “Tanto que volvemos a la casilla de salida de la centenaria anormalidad histórica al compararnos con lo hecho por la mayoría de los países de nuestro entorno europeo. Algo sobre lo que discutieron generaciones de intelectuales en el pasado y que, si no rectificamos a tiempo, puede poner las bases de un auténtico colapso nacional. Y aunque no podemos comparar la situación con otras tan trágicas como las de 1898 o 1936, lo cierto es que sus sombras deberían hacernos pensar muy seriamente sobre la insensatez colectiva en la que estamos incurriendo”.

Finalmente, un periodista, testigo de la Transición y de las vicisitudes políticas posteriores, desde su atalaya del diario el País (“Estado fallido y Estado de derecho”,19,10,2020), en el mismo medio, expresa su preocupación ante la opinión extendida internacionalmente del descubrimiento actual de España como un estado fallido: “Respetados órganos de opinión de la Unión Europea, conservadores unos, progresistas otros, coinciden en poner de relieve el escandaloso saldo de fallecidos, la extensión de los contagios y la abrupta caída de nuestra economía, renglones todos ellos en los que somos los peores de la clase…. Y se vierten acusaciones, no del todo infundadas, respecto a la disfuncionalidad del Estado de las autonomías en circunstancias como las actuales. Las amenazas a la cohesión territorial, la polémica sobre la forma de Estado, los ataques al Rey, la opacidad informativa y, para colmo, los intentos de intervención en el Poder Judicial, suscitan temores respecto al futuro de nuestras instituciones y la consiguiente viabilidad del Estado democrático”.

El artículo de Cebrián, de una dureza y claridad inusitada, podría detenerse en sospechar que el fracaso del Estado se inició en  Euskadi con su crítica, entre otras, al encuentro de las fuerzas constitucionales -el primer intento en 2001 de pequeña y la tímida grosse Koalition (PP-PSOE) que hoy reclama para España- frente a la ruptura del sistema provocada por Ibarretxe ante las elecciones autonómica. Precedentes pesan en esta realidad actual que le acongoja.

Estado fallido.

Un Estado fallido no es capaz de hacer frente a la pandemia. Pero este estado fallido, en el que muchas instituciones funcionan, sanidad, policía, ejército, función pública en general, es fallido desde época reciente por el mal uso del mismo desde el Gobierno Frankenstein. Porque la acción política, y más en momentos de crisis, es fundamental para alterar profundamente las instituciones que han funcionado hasta destruirlas. Todos los decisosinistas los saben, desde fascistas a la extrema izquierda.

La destrucción de la estabilidad del Estado, su transformación en fallido, se produce desde el momento que se promueve un Gobierno basado en el apoyo de los que quieren destruirlo, bien por impulso secesionista o antisistema. Primera voladura sustancial, el Gobierno Frankenstein, para hacer de España un Estado fallido.

Consecuencia de lo anterior es la arbitrariedad decimonónica del ejercicio del poder por parte de nuestro presidente, que nos devuelve a la España preconstitucional (anterior a la de Cádiz), convirtiendo la reunión de presidentes autonómicos en un órgano para toma de sus decisiones personales -las viejas Cortes medievales-  apartando al Congreso, practicando el decreto ley con una discrecionalidad digna del absolutismo, propiciando un estado de emergencia que por su duración conculca la ley y deja el control parlamentario ante  una sensible excepcionalidad desarmado. A ello se suma la  propuesta de un procedimiento de renovación del Poder Judicial digno de cualquier régimen autoritario, avisa de medidas de gracia para los que hace muy poco ejercieron la sedición en Cataluña. Y en el espacio folclórico-político  se empeña en un enfrentamiento con la Comunidad de Madrid, digna farsa de la batalla de Madrid, con la única diferencia que los que sitian la ciudad no son militares africanistas, fascistas, italianos, alemanes y marroquíes, sino la izquierda progresista. Resultado: Estado fallido, señor Cebrián.

En los años duros de plomo aquí en Euskadi, mi amigo Onaindia clamaba por la ley ante la arbitrariedad nacionalista, a su respeto sin titubeo, recitando a Cicerón. El ser esclavos de la ley nos hace libres, repetía.

Pedro Sánchez no entiende que la necesidad de medidas de emergencia no puede conculcar las salvaguardas que la misma legislación de emergencia mantiene para el respeto de los derechos fundamentales del ciudadano y el necesario ejercicio de control del Parlamento. No entiende que la propuesta que realizó de renovación del Poder Judical, afortunadamente congelada, erosiona la estructura de contrapoderes de todo estado democrático. No entiende que la firma de un manifiesto con los que no han condenado el terrorismo y los que buscan la secesión territorial de España, cegado en la condena a la derecha, constituye un alegato contra la convivencia democrática, la necesidad de la alternancia en el poder, y una legitimación abominable de los actores de la subversión y hasta del terrorismo. ¿Qué ocurriría en Euskadi si alguna vez ganara la derecha?, que el actual Gobierno con este tipo de manifiestos legitimadores del enfrentamiento habría facilitado el resurgimiento del monstruo, ETA, que ahora está quieto. Estado fallido por un sumatorio de decisiones políticas muy recientes. Decisiones que testifican una falta de conciencia, responsabilidad y eficacia ante la pandemia que seguimos padeciendo con los peores baremos europeos.

Y vamos a seguir igual. Vamos por un camino trazado por el publicista que en la cómoda estrategia de la bipolarización encuentra fáciles réditos para la supervivencia de su cliente en el poder. El problema de esta estrategia sectaria, emocional, enajenante, es que conquista tales niveles de adhesión que la sociedad sólo empieza a reflexionar cuando los rusos toman la Cancillería. Los que conocimos las secuelas de la guerra y la larga dictadura padecimos semejante trauma, lo que nos condujo a la prudencia y tolerancia política para que este país no pareciera fallido, hasta que llegaron los del pasado para devolvernos a él.