Ignacio Camacho-ABC

  • La pandemia ha generado un caos estructural, sistémico. El Estado se ha extraviado en el mapa de su propio modelo

Si alguna vez se llegase a hacer sobre la gestión del Covid la auditoría independiente que han reclamado los expertos -los de verdad, los de carne y hueso, no los inexistentes auxiliares en que dice apoyarse el Gobierno- es bastante probable que el modelo administrativo territorial resulte uno de los principales defectos de organización que han favorecido la expansión de la epidemia o al menos han impedido combatirla con acierto. Y no sólo por la dispersión de las competencias sanitarias, sino por la diversidad de leyes y ordenanzas de todo tipo que rigen la vida cotidiana. La sanidad, con todo, ha sido lo que mejor ha funcionado pese a la presión dramática sobre los hospitales y la atención primaria. Gran

parte del problema, sin embargo, se deriva de una descentralización estructural desarrollada más al servicio del poder institucional que de las verdaderas necesidades ciudadanas, y que en vez de racionalizar los servicios públicos ha generado un magma de complejidad burocrática.

Aquel «carajal autonómico» del que habló Borrell en los años noventa ha alcanzado ante la crisis del coronavirus un grado de confusión extrema, aunque tampoco lo simplificó la teórica existencia de un mando único durante el confinamiento de primavera. Desde que decayó el primer estado de alarma, el hipertrofiado laberinto normativo de las comunidades añade multitud de barreras a los obstáculos objetivos que de por sí presenta la necesidad de encontrar respuestas rápidas y eficaces a la situación de emergencia. Ni siquiera ha sido posible arbitrar un método fiable de seguimiento de la enfermedad porque cada autonomía elabora estadísticas por su cuenta, transmite los datos a su ritmo y aplica las medidas a su manera, creando un desbarajuste que ha sido incapaz de corregir o de coordinar un ministerio que lleva décadas hueco y sin atribuciones concretas. Porque lo peor es que el intento de centralización también ha resultado una calamidad y ha terminado por crear una sensación genérica de fracaso de sistema que se manifiesta en este albur de cierres perimetrales y toques de queda.

Un español normal se siente hoy asaltado por el desconcierto, sin saber bien dónde puede o no ir, rodeado de pautas y prohibiciones variables según el territorio y el momento. Las propias autoridades regionales y nacionales debaten entre sí en medio de un monumental enredo que el presidente aprovecha para sus ventajistas manejos. La diversidad competencial se ha convertido en disfunción y, en lugar de provocar un efecto benéfico de adaptación al terreno, ha desembocado en un descalzaperros ante el que nadie sabe a qué atenerse por falta de definición en los criterios. Así, el balance de la pandemia no será sólo el de una economía devastada y una trágica cifra de muertos, sino el de un Estado descompuesto, peligrosamente extraviado ante el mapa de su propio diseño.