JUAN LUIS CEBRIÁN-EL CONFIDENCIAL
- Sin respeto a las instituciones por parte del Ejecutivo y sin Gobiernos fuertes, la democracia se encuentra seriamente amenazada. No pueden estar al frente del Estado quienes quieren subvertirlo
En una reunión reciente con intelectuales y políticos de América Latina escuché al eminente historiador Natalio Botana el análisis más acertado sobre el deterioro democrático de la zona. En la mayoría de los países se han construido y mantenido por lo general democracias electorales, donde reina la regla de las mayorías, pero en realidad no existe en ellas separación de poderes, ni se respetan las instituciones. Este no es empero un problema exclusivo de la región. Desde la implantación de la democracia representativa en los países fundadores, la necesidad de que existan controles y contrapesos (checks and balances) en el ejercicio de los poderes del Estado, y la división e independencia de estos, es crucial para garantizar un régimen de libertades. Sin separación de poderes no hay democracia, sino la tiranía de la mayoría, que ya denunció Tocqueville.
A favor de esa tiranía vienen conspirando desde hace años los movimientos populistas, identitarios y nacionalistas, las propias estructuras del poder, y, más recientemente, el hábito de gobernar a base de decretos, con motivo o so pretexto de la urgencia de las necesidades; sea por causa de la pandemia o por la guerra de Ucrania. Este es un fenómeno generalizado también en Occidente. Su tendencia va en ascenso, sobre todo ahora que se ha impuesto la mentalidad militar en los proyectos de construcción europea. De modo que los estragos generados en el caso español no responden a signos de identidad de nuestro pueblo, sino a la incompetencia, cuando no a la indecencia, de algunos políticos. También a la invasión de opinadores sin lecturas que ocupan las pantallas de televisión. O las de los teléfonos, que aunque se llamen inteligentes, inundan la opinión pública con toda clase de mentiras y disparates.
Asistimos a una crisis sistémica de las democracias representativas, más generalizada de lo que algunos optimistas proclaman, incrementada además por la lógica de la guerra y el imperio de la fuerza. En nuestro caso es notable el desprecio del Gobierno, pero también de la oposición, hacia las instituciones, para no hablar de la rebelión permanente de la Generalitat catalana contra la legalidad constitucional y la igualdad de derechos de los ciudadanos, hablen el idioma que hablen. Ahora que se habla de anomalías democráticas, merece la pena insistir en que la principal de todas ellas venía siendo la falta de renovación del Poder Judicial y los intentos de manipulación del mismo, incluida la Fiscalía, por parte de los dos mayores partidos políticos, responsables ambos del deterioro, aunque dispuestos siempre a echar la culpa al otro. Del desprestigio del Parlamento, su incapacidad para controlar al Gobierno, la implantación de la obediencia debida en las votaciones de los diputados, o la afición histriónica a aplaudir a sus jefes hasta la adulación, ya teníamos noticia. De modo que ni la pandemia, ni el futuro del Sáhara, ni el conflicto catalán, ni el apoyo bélico a un país en guerra, han merecido la celebración de debates ordenados y explícitos sobre esas materias, sino guirigais histéricos, a favor o en contra, como si no pudiera haber soluciones pactadas, negociadas en el interés de los españoles y no en demostrar quién es el más listo de la clase. Por cierto, ya sabemos que es el ministro de la Presidencia, o por lo menos así parece creerlo él mismo, habida cuenta de los gestos de autosatisfacción con los que se felicita por sus brillantes intervenciones parlamentarias. Solo Iván Espinosa de los Monteros compite en la obtención de semejante diploma, aunque no tenga éxito. Lo malo de ser tan listos es que suelen pasarse. En sus negociaciones con la Generalitat sobre el caso Pegasus, el ministro Félix Bolaños ofreció cuatro mecanismos para tranquilizar a Ezquerra Republicana de Catalunya, lo que no consiguió. Pues bien, dos de esos cuatro mecanismos no dependen en absoluto del Gobierno. O no deberían hacerlo. Uno de ellos es la investigación del Defensor del Pueblo, que se anunció sorpresivamente en la misma mañana del domingo y mientras se celebraba el encuentro citado en Barcelona. El otro, la inminente constitución de la Comisión de Secretos Oficiales en el Congreso, para lo cual ha sido necesario cambiar, por decisión de la presidenta del mismo, el método de la votación. En ambos casos, los titulares de esos cargos no están sometidos a mandato imperativo alguno, pero apenas cabe duda de que el señor Bolaños, que llegó una hora tarde a su reunión, debió previamente garantizarse la seguridad de que podía ofrecer dichos acuerdos, aunque ni legal ni políticamente le correspondía hacerlo. El Defensor del Pueblo está precisamente para investigar al poder cuando el poder no quiere ser investigado. Lo nombra el Congreso, pero tampoco es una institución al servicio del Parlamento. La intervención del ministro al respecto es del todo extemporánea y arroja un manto de sospecha sobre la independencia de esa institución. Para no hablar de la decisión de la señora Meritxell Batet de modificar deprisa y corriendo las reglas del juego sobre la Comisión de Secretos Oficiales, al ver que con las vigentes no podía el Gobierno de su partido cumplir con los compromisos ofertados. La verdadera anomalía democrática la ha cometido ella. Sus reclamos de respeto a la Cámara cuando es escenario de trifulcas e insultos entre los diputados palidecen ante la corrupción en la que ha incurrido: aplicar el principio de que el fin justifica los medios. En la democracia representativa el respeto a las reglas es sagrado, y cambiarlas en beneficio propio un auténtico desatino moral. Y un suicidio político colectivo.
Por lo demás, el asunto Pegasus puede ser de gravedad extrema caso de que se hubiera incumplido la ley. Pero no conviene equivocar el análisis. El Centro Nacional de Inteligencia (CNI) tiene como misión, entre otras, defender la legalidad constitucional y por lo mismo podría entenderse que se haya investigado a los promotores y culpables de la declaración unilateral de independencia en Cataluña, un delito que en algunos países de nuestro entorno democrático sería calificado como traición. Pero el CNI depende e informa directamente, según la ley, al presidente del Gobierno, y no solo a la ministra de Defensa. Especialmente, en lo que se refiere al uso de fondos reservados. De modo que si se abriera un procedimiento judicial para depurar responsabilidades no ha de descartarse que Pedro Sánchez tuviera que declarar como testigo, como también podría ser convocado por la Comisión de Investigación del Congreso o por el Defensor del Pueblo. Ya tuvo que declarar en su día ante el Supremo Felipe González en relación con el caso GAL (terrorismo de Estado) por el que acabó en la cárcel su ministro del Interior. Por último, del funcionamiento de las cloacas del Estado, que por vituperables que sean no van a desaparecer, es moral y políticamente responsable todo el Gobierno, incluidos la ministra Ione Belarra y sus colegas de Podemos. Salvo que decidieran dimitir y romper la coalición.
Sin respeto a las instituciones por parte del Ejecutivo y sin Gobiernos fuertes, en cuyos rebaños se mezclan los lobos con las ovejas, según denuncia el socialista Emiliano García-Page, la democracia se encuentra seriamente amenazada. No pueden estar al frente del Estado quienes quieren subvertirlo, ni garantizar los derechos de los ciudadanos quienes los vulneran. Hace ya meses que Javier de Lucas, secretario de Derechos Humanos en la Generalitat valenciana, gobernada también por los socialistas, denunció en nuestro periódico la quiebra del respeto “que obliga a la las instituciones que encarnan la separación de poderes”. Su prestigio —añadía—, su equilibrio, y su auctoritas, son indispensables para el desarrollo de la democracia. Al paso que vamos tendremos más bien que plantearnos su supervivencia. En América Latina y en Europa.