JUAN CANTAVELLA / Periodista, EL CORREO – 21/06/14
· Se vivía intensamente ese ideal, que iba más allá de una fórmula de gobierno, puesto que impregnaba la existencia entera de quienes lo profesaban.
Se han puesto a voltear las campanas republicanas, las que habían sido drásticamente silenciadas durante el franquismo y que solo se han dejado oír con carácter testimonial en las décadas siguientes, cuando el recuerdo del 14 de abril o torpes comportamientos políticos enfadan a la concurrencia y convocan a unos miles de personas que se aprestan a blandir banderas tricolores. Las acabamos de ver al producirse la abdicación de Juan Carlos I y los fastos que han seguido. El que su número vaya en aumento no hace temer un cambio brusco del régimen político, como ocurrió en 1931. El historiador Ángel Duarte asegura que nos hallamos ante ‘El otoño de un ideal’, pues entiende que el republicanismo histórico se extinguió en el exilio de 1939 y que la reaparición, en la España de nuestros días, de banderas y símbolos, palabras y consignas, guarda escasos vínculos con la trayectoria anterior.
El clima que se respira es muy diferente al de entonces. En el plano político los adeptos a la república eran legión, después de décadas en las que se fueron consolidando sus posiciones a causa de los errores cometidos por Alfonso XIII y sus partidarios, hasta llegar a unas elecciones municipales que unos y otros convirtieron en una pugna entre favorables y contrarios a la Monarquía. Ahora, en cambio, después de haber votado mayoritariamente una Constitución que consagra la Monarquía en el ordenamiento jurídico de la nación española y con un partido socialista que aceptó explícitamente la fórmula de la Monarquía constitucional, nos encontramos con que las principales formaciones han apartado este tema de su agenda. En cuanto a los partidos que se hallan más a la izquierda, o no cuentan en el conjunto del electorado o todavía no se han consolidado como tercera fuerza en el Parlamento y ayuntamientos.
Tampoco se percibe que el republicanismo constituya una ideología ‘per se’, como ocurrió desde mitad del siglo XIX. Seguir aquellas formulaciones y su creciente arraigo –con altibajos en función del momento y de los líderes– nos permite apreciar la carga de pensamiento y actuación de que estaba dotada, así como los componentes sociales, sentimentales y hasta rituales que la acompañaban. Algo semejante ocurría con la ideología anarquista y hay que ver en qué se ha quedado al perderse la concepción global (su manera de concebir al individuo y a la sociedad) que siempre la estuvo arropando.
Cuando se repasan periódicos y libros republicanos del XIX se percibe hasta qué punto se vivía intensamente ese ideal, que iba más allá de una fórmula de gobierno, puesto que impregnaba la existencia entera de quienes lo profesaban. Como decía el manifiesto de la Federación Republicana en 1918, no se trataba tanto de un cambio de Estado, como de vida. Se miraba al pasado y se «veía a las repúblicas de la antigüedad clásica de Roma, Atenas y Esparta como ejemplos de idealizada virtud» (Javier Ayzagar). Más allá de una visión platónica, había que hacerla propia, de vivirla con intensidad y honradez.
Santos Juliá ha escrito que «la forja de una específica cultura republicana durante el último tercio del siglo XIX estuvo íntimamente ligada al doble propósito de construir, como un negativo de lo existente, el ideal al que se encaminaba la humanidad y, por otra parte, preparar al sujeto que acometería la acción», pues en el imaginario popular se vivía esa pretensión con tanta fe y esperanza como otros ponen su ilusión en la vida eterna. Para Ángel Duarte, esta noción de República «afirma la devoción para con las virtudes clásicas y vislumbra la necesidad de un diálogo constante en el seno de la sociedad civil con el fin de cimentar una voluntad común.
El vivir virtuoso requiere el compromiso con lo público, subordinar el interés personal al bien común (…). El hacer virtuoso es, en republicano, trabajar por el bienestar de todos». De esa manera la probidad personal y la solidaridad colectiva conducirán necesariamente al progreso y, por su conducto, a la felicidad. En realidad, una utopía más, pero la historia está llena de afanes de mejora y superación, de la mano de ideologías y religiones. En este caso lo que se propugna es un virtuosismo laico, incomprensible para muchos, pues convendrán conmigo que nos hallamos en una sociedad que solo concibe la virtud asociada a la religión.
Muchos de tales afanes se perdieron por el camino. Cuando han querido renacer se han encontrado con que la sociedad no era la misma y el rey, tampoco. No se puede hablar a estas alturas de la disyuntiva monarquía/democracia. Pensar que la concepción vigente del sistema, el que ha propiciado el último monarca, guarda semejanza con el de Isabel II o Alfonso XIII es no querer aceptar la realidad. Juan Carlos I ha impulsado el cambio y paró en seco los intentos desestabilizadores de los sectores –todavía envalentonados hace treinta añosdel ejército franquista. Los errores que ha cometido han sido perfectamente salvables si los contemplamos con amplitud de miras y es casi seguro que no los mejoraría un presidente de la República que se mantuviera cuatro décadas en el sitial.
Pensar, como aquellos fervorosos partidarios, que «la República abole el egoísmo/ y el dolo y la traición» solo cabe en la mente de quienes sacralizaban ese ideario. Eran los que llegaban a cantar a Nicolás Salmerón: «En el bendito altar de las ideas/ amor y libertad,/ como hostia sacrosanta la República/ alzándose hoy está» (cf. Álvarez Junco). La escoba laicista, que ha barrido muchos restos del pasado, también ha eliminado lo que daba consistencia, armonía y gracia al republicanismo.
JUAN CANTAVELLA / Periodista, EL CORREO – 21/06/14