- ETA no acabó con la memoria de nuestro abuelo; la biografía ‘Juan María Araluce’, de Juan José Echevarría, rescata su figura política
El proyecto de ETA era la aniquilación, suprimir cualquier obstáculo que se le interpusiera en sus objetivos políticos. Una aniquilación que tenía el asesinato como máxima expresión, pero que iba aún más lejos: acabar con todo rastro de aquello que amenazase su existencia.
No lo consiguieron con nuestro abuelo. Nosotros sí sabemos quién fue nuestro abuelo Juanmari.
Esta semana se presentó en Pamplona Juan María Araluce, el defensor de los fueros asesinado por ETA, editado por Almuzara con el apoyo del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo y en el que Juan José Echevarría, autor, se ha desfondado durante los últimos años. Mi compañero Grego Casanova publicó una reseña precisa en Vozpópuli.
José María Bastero, exrector magnífico de la Universidad de Navarra, y María Jiménez, vicedecana de la Facultad de Comunicación, arroparon al investigador en la presentación. La Universidad de Navarra tuvo que recurrir a un aula mayor. En la prevista inicialmente no cabían todos los asistentes.
Los nietos también estuvimos allí, recordando quién fue nuestro abuelo Juanmari.
Pero, ¿se puede hacer una semblanza personal de alguien a quien no conocimos? Mi abuelo fue asesinado el 4 de octubre de 1976 y su primera nieta, mi hermana Fátima, no nació hasta cuatro años después, en 1980.
No hay duda en la respuesta a esa pregunta. Nuestra existencia no sería la misma sin haberlo tenido tan cerca. No recuerdo un momento en mi vida en que mis padres me hayan sentado en una mesa y me hayan dicho: “Al abuelo lo mató ETA”. Sencillamente, siempre hemos sabido lo que ocurrió. Lo que ha cambiado es, con la madurez, el prisma con el que entendemos quién fue -es- el abuelo Juanmari.
Al principio lo veía como una víctima. Cómo es posible que un comando de ETA le esperase a las puertas de su casa, en la entonces avenida de España de San Sebastián, y abriese fuego contra su vehículo, matándoles a él, a su chófer y escoltas, José María Elícegui Díez, Alfredo García González, Luis Francisco Sanz Flores y Antonio Palomo Pérez.
Que el crimen tuviera lugar a plena luz del día, cuando llegaba para comer. Mi padre, mis tíos y mi abuela escucharon los disparos desde casa. Al asomarse a la ventana vieron lo que había ocurrido.
Que apenas hubiera testigos que declarasen ante la Policía.
Y que en 1977, con la ley de amnistía, se dejase de perseguir a los asesinos.
Esa incomprensión llevó después a la admiración. Aquí sobran las razones. Mi abuelo Juanmari, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, consejero del Reino, no cedió a las presiones. Algunos ecos de las mismas
Llegaban en ocasiones a casa, pintadas o llamadas amenazantes. Qué no soportaría él solo, sin compartirlo con nadie, para no aumentar la preocupación familiar
Aún hoy nos reímos cuando hablamos de aquella pistola que le dieron para su protección personal y que, al tratar de ajustársela en el pantalón, se le cayó hasta el suelo por la pernera
Tenía sentido del humor. Aún hoy nos reímos cuando hablamos de aquella pistola que le dieron para su protección personal y que, al tratar de ajustársela en el pantalón, se le cayó hasta el suelo por la pernera. O del placaje que hizo en plena calle a un tipo de dudosas pintas que disimuladamente le seguía desde varias manzanas atrás. Resultó ser un agente al que le habían asignado su seguridad.
Con ese sentido del humor, mi abuelo trataba de restar importancia a las amenazas. Mi abuela Maite, su mujer, sufría unas migrañas que le hacían quedarse en cama, en silencio: un dolor tan indescriptible como recurrente que desaparecería después del asesinato. Jamás dijo que se debía a esa presión.
Y de ver a mi abuelo como víctima o con admiración, es fácil verle ahora con devoción. Cuando uno tiene hijos, pierde el miedo a la muerte en sí, aunque en ese mismo momento le consume un terror para el que nadie está preparado: dejar de existir de forma repentina y convertirse en un vacío irreemplazable para esa persona que apenas ha dado sus primeros pasos en el mundo. Mi abuelo tenía nueve hijos. El mayor de ellos rondaba los 25 años en octubre de 1976; los más pequeños apenas eran aún niños.
Si mi abuelo plantó cara a ese terror fue por mi abuela Maite, a sabiendas de que ella sería capaz de ocupar todo el espacio que él podría dejar.
Pocos días después del asesinato, Informe Semanal reconstruyó los últimos pasos de mi abuelo Juanmari. El reportaje de poco más de diez minutos detalla que aquel 4 de octubre dio una entrevista a un periodista en su despacho, se marchó a casa y dispararon contra él. Mis tíos lo llevaron al hospital, pero no sobrevivió a las heridas.
El vídeo de Informe Semanal también recoge declaraciones de mi padre, Gonzalo, y de mis tíos. “¿Qué pueden decir ustedes?”, les preguntan. “Que esto no vuelva a pasar”, responden. Era el año 76 y ETA aún mataría a casi 700 personas más.
Por último, el reportaje recoge una escena que bien podría ser la de un funeral. Mi abuela Maite aparece sentada en un sillón, con todos sus hijos a su alrededor. Pero algo chirría. Es la sonrisa de mi abuela. Y dice algo así como: “Estoy muy contenta, porque mi marido está en el Cielo y perdono de todo corazón a los que lo han hecho”.
Con esa frase, nacida de lo más profundo de su fe cristiana, nos regaló la libertad a sus 25 nietos. Libertad de crecer lejos del odio; libertad para, en nuestra propia madurez, descubrir la admiración y devoción que tenemos por nuestro abuelo Juanmari.
Un denominar común
Como periodista he entrevistado a decenas de personas que han sufrido en sus propias carnes los golpes de ETA. Todas tienen un denominador común: el atentado mortal no es el punto final de una historia de amenazas, sino el punto de partida de una historia que sólo se vive entre las cuatro paredes de una casa.
Los nietos, por supuesto, sabemos quién fue nuestro abuelo. Lo hemos aprendido en la libertad que nos regaló nuestra abuela, así como el significado de una generosidad que para muchos puede resultar incomprensible.
ETA fracasó en su intento de acabar con su memoria. Y ahora, Juan José Echevarría, autor de su biografía, abre con este libro una ventana para que todo el que quiera también sepa, como lo sabemos nosotros, quién fue Juan María Araluce.