JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • El virus, un problema objetivo, muestra los resultados de la gestión pública con una veracidad descarnada: si un sistema lo hace mal, se le acumulan los muertos

Me disculparán un largo rodeo para enhebrar mi discurso de hoy. Rezaría tal que así: durante mucho tiempo constaté, como lo hace cualquier ciudadano, que en este país teníamos una especial dificultad para siquiera chapurrear el inglés. Bueno, o el francés en mis mocedades. Después de por lo menos siete años de enseñanza reglada del idioma extranjero, resultaba que los españolitos no éramos capaces más que de dar los buenos días. Esto era y es un hecho. Que yo atribuí durante mucho tiempo a la mala enseñanza del idioma extranjero. Eran los profesores y sus métodos los responsables del mal resultado, constatable mediante el simple expediente de compararnos con los alemanes o daneses, que con menos tiempo de enseñanza se desenvolvían sin dificultad en un inglés estándar.

Pues bien, después de bastantes años de instalado en esta idea (el idioma extranjero se enseña mal), un día una pérfida sospecha se abrió paso en mi mente. ¿No sería que la enseñanza del idioma no era mala o, mejor dicho, no era la única mala? ¿Que no era esa la causa de nuestro inexistente inglés? ¿Que, en realidad, toda la enseñanza era similarmente mala o mediocre, la de idiomas igual que la de química o literatura, y que la diferencia de resultados era en realidad un subproducto de su diversa forma de medición? Pues resulta que en la enseñanza del idioma existe una referencia sobre su resultado que es objetiva, directa e inmediata, en cuanto el alumno se topa con un angloparlante o con una película en versión original. O habla o no habla, o entiende o no. En cambio, el resultado de la enseñanza de todas las demás materias del currículo se mide de forma autorreferencial, son los parámetros diseñados por los propios enseñantes los que dicen si el alumno ‘sabe’ química o literatura, no existe una realidad objetiva a mano con la que medirlo.

Conclusión perturbadora, pero con cierto aroma de probable: toda la enseñanza hispana era muy mediocre o directamente mala y la única diferencia entre la de idiomas y las demás era que sólo aquella tenía un referente externo, objetivo e inmodificable a voluntad, mientras que las demás eran autorreferenciales. Por cierto, que esta sospecha mía creció hace pocos años cuando el sistema entero (alumnos, centros y profesores) se levantó al unísono contra la posibilidad de controles externos (reválidas) de sus resultados.

Bueno, pues sucede que al rendimiento del sistema político le pasa como a la enseñanza, es un caso de medición por autoevaluación. Si funciona mejor o peor a la hora de resolver problemas es algo muy difícil de objetivar por múltiples razones. En parte porque la forma política por excelencia de manejar los problemas es diferirlos en el tiempo endosando al futuro sus peores consecuencias. Y así no se perciben los fallos. En parte porque la valoración de lo que hacen las instituciones está tan teñida de ideología, emoción y esperanza que su eficacia en el trato de los hechos mismos se vuelve borrosa. Baste señalar que la valoración se efectúa por medio de elecciones, el barómetro menos fiable de los posibles para medir la eficacia del sistema. Y, además, porque la política se ocupa en gran parte en los problemas que ella misma genera, en gran manera de carácter simbólico y atinentes a la propia configuración del sistema en el que está instalada (España es ejemplar en esta desviación). Pero una cosa era cierta, el sistema se daba en general una nota alta en su autoevaluación. Hasta presumía un poco.

Y en estas estábamos cuando apareció el virus: un problema objetivo, real y concreto que (funciona como los idiomas) muestra los resultados de la gestión pública con una veracidad descarnada y veloz: si un sistema lo hace mal, se le acumulan los muertos en cuestión de semanas, no cabe diferir el problema al futuro ni disolverlo en ideología o propaganda. Y ello ha demostrado que el sistema español de gestión pública sanitaria era entre mediocre o directamente malo: ha liderado al mundo en resultados negativos, esto es un hecho sangrante.

Naturalmente que han surgido, como en el caso del inglés, las explicaciones piadosas que apelan a lo excepcional del caso: nos ha pillado desprevenidos, es un problema exclusivamente sanitario, la culpa es justo del otro nivel de gobierno, la gente española es alegremente suicida, basta un poco más de inversión, y así. Es un caso especial de mala suerte, vienen a decirnos, pero el nivel de gestión de la política es en general bueno o muy bueno. Lo curioso es que en la anterior crisis sucedió algo parecido: teníamos una banca para liderar el mundo, pero a la primera de cambio desaparecieron las cajas de ahorro (gestión pública) liquidadas por la cruel realidad. Sospecha con aroma de probable: ¿no seremos malos gestionando, así en general? ¿O es una aprensión mía más bien boba?