JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Lo que había sido indiferencia e hilaridad por la vacuidaddel debate político se ha convertido en alarma por la ineptitud en el tratamiento de las cosas de la vida

Primero nos sorprendieron, luego nos indignaron, y, últimamente, tras dejarnos un tiempo indiferentes, sólo nos causaban hilaridad. Tal es el trayecto que, en tiempos recientes, ha venido recorriendo buena parte de la clase política. Resulta, sin embargo, que lo que creíamos fin de trayecto -la indiferencia y el ridículo- no era sino la estación previa a lo que hoy estamos sufriendo. La deriva, o el desvarío, tuvo inicio hace ya algún tiempo. Digamos, por ponerle una fecha, 2017, con la exacerbación máxima del conflicto catalán, o 2018, con la moción que acabó con Mariano Rajoy. La polarización, que venía gestándose, comenzó entonces a hacerse visible y sonora. De la inflamación patriótica de los tiempos del ‘procés’ se pasó al fervor republicano o monárquico, según los casos, tras la expatriación del Rey emérito. El debate, si tal nombre merece, fue reduciéndose a intempestivas declaraciones en los medios y rifirrafes vacuos y retóricos en la Cámara, que, por hiperbólicos, más parecían escenificaciones teatrales dignas de indiferencia o espectáculos circenses merecedores de risa. La ciudadanía concluyó que no iban con ella, les volvió la espalda y se volcó en lo suyo.

Pero, estos días, se han pasado de la raya. No se enzarzan ya sólo los políticos en disputas que, aunque toquen asuntos de indudable trascendencia institucional, dejan incólumes los intereses diarios de los ciudadanos. Se han metido, por el contrario, a disponer, con indecible torpeza, de cosas que afectan directamente a su salud y su vida. Y la conducta que están exhibiendo en cuestiones tan sensibles resulta deprimente. La ciudadanía pudo entender, asustada por la repentina crueldad de la pandemia, que sus líderes habían sido cogidos por sorpresa y, ante el desconcierto de los más sabios, hacían lo que mejor podían por cuidarla. Disculpó sus múltiples errores, que no achacó a negligencia ni a malevolencia, se entregó, con la mejor voluntad, a seguir sus consejos y se comportó con una disciplina digna de elogio. Pero, superado el primer embate, durante la desescalada, la relajación de la gente se sumó a los palos de ciego de los gobernantes. Cedió el Gobierno a toda prisa, y en ese tono de ‘a ver cómo lo haces tú ahora’, su obligado, aunque desmedido, protagonismo a las comunidades autónomas, que se dedicaron a hacer, con acierto unas y otras a tientas, de su capa un sayo. Todo ha acabado, tras el cuestionable intento jurídico-político del Gobierno por camuflar su responsabilidad bajo un inexistente consenso autonómico, en un amago de rebeldía trasmutado en recurso judicial de la inefable presidenta de la CAM -¡qué regalo es Ayuso para Sánchez!- y una trifulca entre gobernantes que confunde al ciudadano y arruina el escaso crédito que a aquellos les quedaba. No es ya escenificación teatral o espectáculo circense, sino danza macabra ejecutada ante un público aterrado.

De las consecuencias de ello sobre la salud y el bienestar ciudadano han dicho casi todo los que saben. Yo querría destacar otros efectos que, no por intangibles, han de despreciarse. Se trata de la confianza ciudadana en el sistema y de la crisis que se cierne sobre su organización autonómica. El desmoronamiento que la primera viene progresivamente sufriendo puede convertirse, con esta última andanada, en derrumbe total. El espectáculo que se le está ofreciendo a la gente es tan escandaloso, que sólo con un acto de intrépida heroicidad podrá mantener la confianza institucional que hasta ahora, aunque maltrecha, había exhibido. Y sin esa virtud cívica, que a duras penas podrá sostenerse si no es correspondida por los gobernantes, el ciudadano acabará siendo presa del más grosero populismo, no importa de qué signo. Ejemplos recientes no faltan en países de hondo arraigo democrático.

El segundo efecto es el que podría terminar sufriendo, si no lo está haciendo ya, el sistema autonómico, que con tanto esmero como dificultad ha ido asentándose en el país. No son pocas las voces que, abusando de los recientes casos de descoordinación, se han apresurado, desde un centralismo nunca del todo apagado, a cargar las culpas sobre los hombros de los más débiles. Por fortuna -todo hay que decirlo- tampoco han faltado entre éstos excepciones de noble resistencia. Una de ellas, la del lehendakari Urkullu con su templada y colaborativa discrepancia. Quizá por ello podamos aquí sentirnos más protegidos de la intemperie en que viven ciudadanos de otras zonas del país.