EDITORIAL-EL ESPAÑOL

La insistencia de María Jesús Montero en recurrir a chascarrillos referidos al aspecto físico, como su burla de Feijóo al ironizar que él podría ser presidente como «yo podría ser alta y rubia», resulta de por sí cuestionable.

Ciertamente, lo ha dicho de sí misma. Pero si el mismo comentario lo hubiera recibido de un tercero, probablemente se habría considerado machista. Además, la propia Montero ha sido víctima en ocasiones de mofas degradantes, en su caso a cuenta de su acento andaluz que, con razón, han encontrado el repudio del resto de actores políticos.

Franquear el ámbito de las cuestiones políticas para entrar en el terreno de la apariencia supone rebajar los estándares de un debate público cada vez más depauperado y contaminado por el lenguaje grueso y faltón.

Pero lo que es inaceptable es que un líder político se sirva de esa clase de descalificaciones personales para criticar a rivales políticos. Es lo que ha hecho la vicepresidenta este sábado, cuando ha aludido a Miguel Tellado como «el de gafas» y «el que menos pelo tiene».

No puede servir de eximente el contexto jocoso en el que se han pronunciado esas palabras, ni el talante desinhibido y algo chabacano del que suele hacer gala Montero. Porque, como ha replicado Tellado, «¿qué pasaría si se me ocurriera describir a una diputada del PSOE por su aspecto físico, por su peinado o su vestimenta?».

En cualquier caso, esta subida de tono no es exclusiva de Montero: las tres vicepresidentas de Sánchez han protagonizado una semana de animosidad insólita que las desacredita.

No se habían cumplido 48 horas de la invitación de Sánchez en Davos a los empresarios para formar un «triángulo virtuoso» cuando Teresa Ribera arremetió el jueves contra Josu Jon Imaz, con críticas ad hominem y no con argumentos técnicos, por cuestionar las políticas de transición ecológica.

Yolanda Díaz ya había iniciado esta senda de belicosidad contra la dirigencia empresarial durante la firma del acuerdo del SMI el pasado miércoles (fruto de un chantaje previo a la patronal), y lanzó que había llegado el momento de «tener un debate sobre las elevadísimas retribuciones que se perciben en los Consejos de Administración».

Más graves aún fueron las palabras de Ribera el viernes, cuando avaló el discurso independentista del lawfare al sugerir que la investigación de Manuel García-Castellón a Carles Puigdemont por terrorismo tiene motivaciones políticas.

Es cierto que, dividido y no con la contundencia deseada, el Gobierno desautorizó a la vicepresidenta tercera, que permanece instalada en el mutismo. Y siguiendo la línea marcada por Bolaños, varios ministros salieron en defensa de la labor de los jueces «frente a cualquier cuestionamiento, vengan de donde vengan».

Pero sigue resultando significativo, por infrecuente, el enfangamiento de una ministra que había querido proyectar la imagen de un perfil técnico no tan volcado en la refriega política. Y que había protagonizado momentos de entendimiento con la oposición muy elogiables, como el pacto en Doñana con Moreno Bonilla, o el del Mar Menor con López Miras.

Parece evidente que este intento de marcar colmillo político no está desligado de las quinielas de las próximas elecciones europeas, para las que la vicepresidenta puede ser la cabeza de lista del PSOE. Y que la escalada de hostilidad hacia el PP tiene que ver con la multiplicación e intensificación de los ataques bajos a Feijóo, mediante los cuales distintos ministros del Gobierno (y el propio presidente) quieren desviar la atención del desgaste de Sánchez a propósito de sus acuerdos con los separatistas.

Es muy representativo del estado de impotencia de Sánchez que el PSOE haya convertido su convención política de este fin de semana en La Coruña en unas jornadas contra el PP. Pero esta dinámica de confrontación desaforada no se compadece con la serenidad que debería gobernar la conversación nacional.