Gabriel Tortella-El Mundo
El autor se pregunta qué hay detrás de la llamada ‘decadencia española’ y concluye que más allá de la ‘leyenda negra’, nuestro país tiene pendiente debatir en serio cómo fortalecer su cohesión nacional.
LA TRAGICOMEDIA DE los independentistas catalanes ha despertado de un largo letargo a la opinión pública española; esto es evidente para cualquier observador mínimamente informado y perspicaz. No han sido sólo los acontecimientos en Cataluña: las manifestaciones masivas contra la declaración de independencia, la exhibición de banderas españolas, y, sobre todo, la victoria inapelable de Ciutadans en las últimas elecciones catalanas, demostrando una vez más que la mayoría de los votantes no apoya la independencia. Están también las manifestaciones en otras capitales, en especial Madrid, la profusión de banderas españolas en los balcones de todo el país, y la subida de Ciudadanos/Ciutadans en todas las encuestas nacionales. Igualmente hay otros signos menores, como el alza súbita del sentimiento que podríamos llamar españolista y del interés por los libros que tratan de temas relacionados.
Hace unos días asistí a una interesantísima conferencia relacionada con esta efervescencia del españolismo. Pese a su claro tono académico, el acto, bajo el lema Hispanofobia y con tres ponentes tan distinguidos como Ricardo García Cárcel, Stanley Payne, y Elvira Roca Barea, autores de libros recientes sobre la Leyenda Negra, y temas afines, llenó con creces una gran sala–auditorio con un público apasionado, que aplaudió con delirio las presentaciones del moderador Hermann Tertsch, cada una de las ponencias, e incluso las preguntas del público y las respuestas de los ponentes en el coloquio que siguió. Puede imaginarse que, aunque el tema general fuera histórico, la actual situación política planeaba en el ambiente, lo que se traslució en la mayor parte de las preguntas del público. El tenor de las ponencias fue el de reivindicar la historia de España frente a las tergiversaciones y medias verdades de la Leyenda Negra y, sobre todo, frente a la interiorización de los ataques exteriores por buena parte de la opinión española, especialmente la de izquierdas. Una de las conclusiones de los ponentes fue que el problema actual no era tanto la Leyenda Negra, ya en gran parte agua pasada, ni la opinión extranjera, hoy bastante objetiva, sino los resabios de la Leyenda Negra que habían hecho mucha mella en la España presente, en el derrotismo histórico de una parte importante de la opinión española actual. En esto me encontré bastante acuerdo con los ponentes.
Sin embargo, una pregunta picó especialmente mi interés, y fue la de un asistente que, parafraseando la conocida frase de Vargas Llosa en Conversación en la catedral, hizo la pregunta contenida en el título de este artículo. La respuesta de los ponentes, articulada por el más joven y optimista de ellos, fue, en esencia, que «nunca se jodió España», que toda la historia de España había sido un éxito. El aplauso que siguió fue quizá el más clamoroso de todos. Yo, sin embargo, me quedé pensativo. ¿Era cierto esto? ¿No estábamos pasando de un ominoso pesimismo a un alarmante triunfalismo? Confieso que me quedé sorprendido por mis propias dudas y quizá por eso no intervine.
Volví a casa meditabundo. Lo cierto es que la historia de la España moderna muestra uno de los más espectaculares fracasos que haya sufrido una gran potencia, que pasó de ser hegemónica en el siglo XVI a sufrir una cadena de derrotas y calamidades que la desmembraron y la redujeron a un papel secundario en menos de un siglo. La pérdida de los Países Bajos, de Portugal y todo su imperio, la rebelión de Cataluña, las derrotas ante Francia que, a partir de Rocroi (1643), nos humilló e invadió repetidamente durante gran parte del XVII, las pestes y despoblaciones que asolaron el país desde finales del siglo XVI, los terribles desarreglos monetarios, las bancarrotas y el empobrecimiento general, el pesimismo general del siglo del Quijote y de Quevedo («Miré los muros de la patria mía…») constituyen síntomas de lo que los historiadores han convertido en un tema clásico de la historiografía: la decadencia de España. El país se repuso luego parcial y lentamente, aunque sufrió más desmembramientos tras la Guerra de Sucesión, pero nunca volvió a ser potencia hegemónica, situándose desde entonces en un segundo o tercer plano. Hoy es un país adelantado, pero entre estos ocupa un discreto papel secundario.
Es pertinente preguntarse qué le pasó a España para desplomarse tan súbitamente en menos de un siglo, y esa es la pregunta que se hacía aquel oyente el otro día y que todo historiador serio, e incluso cualquier persona reflexiva, debe hacerse. No se puede negar la evidencia: el declive de España en el siglo XVII fue fulminante. Esto debe tener una explicación. Y, a mi entender, la tiene.
La decadencia de España se debe a una conjunción de errores políticos y de problemas geográficos. La geografía española, mejor dotada para el pastoreo que para la agricultura, con una baja densidad de población, producía grandes soldados, pero ejércitos poco numerosos. Francia, más poblada, nos superaba numéricamente en el campo de batalla, y esto quedó ya claro en Rocroi. Algunos errores políticos fueron claros e identificables: es evidente que la Inquisición y la Contrarreforma asfixiaron el pensamiento filosófico y científico y esta lacra persistió largamente. Y hay tres errores graves de Felipe II que tuvieron muy hondas repercusiones: la ejecución de los condes de Egmont y Horn, la pretendida invasión de Inglaterra por medio de la llamada Armada Invencible, y las tres bancarrotas de su reinado (1557, 1575, 1596). La ejecución de Egmont y Horn zanjó definitivamente la posibilidad de una solución transaccional en los Países Bajos y dio paso a la Guerra de los 80 años que arruinó a España, inició su desmembramiento, y puso al descubierto todas sus debilidades, además de confirmar a los ojos de la opinión mundial la imagen de intransigencia y fanatismo inquisitorial, sambenito que aún hoy muchos siguen colgando a España. El intento de invadir Inglaterra por medio de una expedición naval mal concebida, peor organizada y aún peor ejecutada fue un error militar y político garrafal, que convenció a muchos de que España era ya una potencia en declive, además de arruinar las finanzas de la Corona, esquilmar al país y encaminarle hacia la tercera bancarrota, ya en los últimos años del rey. Por último, las repetidas bancarrotas que jalonaron el reinado del monarca prudente terminaron con la banca española, afectaron gravemente al comercio, debilitaron la economía, y fueron el prólogo a los descalabros económicos, políticos y militares que caracterizaron a la siguiente centuria.
TODO ESTE CÚMULO de errores tuvo efectos muy duraderos. Aunque hubiera un breve respiro a finales de siglo, y aunque bajo los primeros Borbones se dieran claras mejoras en todos estos campos, los problemas de descapitalización humana y física persistieron y aún en parte persisten hoy día. Y los problemas de cohesión nacional también persisten como bien sabemos todos y lamentamos la gran mayoría.
Durante el Siglo de Oro, el cenit de la historia de España, como le llamó Jordi Nadal, se cometieron graves errores que resonarían después durante siglos. Debemos admitir que algunas alegaciones de la Leyenda Negra tuvieron cierto fundamento. Y precisamente porque parte de los errores que tanto daño hicieron aún subsisten, el triunfalismo sin matices sólo sirve para que los problemas perduren. Esa falta de cohesión, de espíritu nacional, ese derrotismo que los ponentes en aquella reunión tan justamente lamentaban, se deben en gran parte a que las causas de la decadencia de España no han sido suficientemente debatidas y dilucidadas entre nosotros. Si el derrotismo es malo, el triunfalismo lo es igualmente.
Gabriel Tortella es historiador y economista, es coautor de Cataluña en España. Historia y mito, con (J.L. García Ruiz, C.E. Núñez y G. Quiroga), publicado por Gadir.