Cuando se oscurece la razón

La torpeza de Zapatero ha dejado campo libre a la más odiosa de las indiferencias, la del descreimiento en la capacidad de la sociedad democrática para vencer la amenaza de los violentos; a la desesperación que no proviene de la adversidad ni del agotamiento, sino de que ya no se conocen las razones para luchar ni si, cabalmente, es preciso luchar.

Ahora vuelta a empezar. Quien poseía la fuerza de la razón ha sido desplazado a favor de quien sólo exhibía su cosecha de crímenes. El mismo problema desemboca en el mismo callejón sin salida. Se repiten las reuniones en Moncloa, los regateos, los enredos. Y cada vez que una voz trata de no ceder a la charlatanería vana, un coro de guardianes grita para tapar su eco, para ahogar la entereza ética de los ciudadanos y saquear su mente. Flatulencia ideológica, vida intelectual de rebaño, cabeza caída, lana contra lana. Frente al pensar alerta, el pensar inerte. Frente a los principios, la frase hueca.
España ha vivido muchas tragedias, algunas terribles. Quizá viva todavía otras muchas que no han comenzado aún. Sin embargo, hay una que los hombres y mujeres de este país no han parado de sufrir desde hace más de 40 años: el asedio del terrorismo etarra.

No quisiera abrumar a quienes aplican el derecho en función de su deseo irrefrenable de no perder el poder. Pero el orden del día no da lugar a indulgencias. Es preciso repetir, tranquila y firmemente, los principios elementales sin los cuales toda política se hace inaceptable. No es ignorando la realidad, ni hundiéndonos en la ensoñación, ni exigiendo silencio, ni apelando al juicio de la Historia, ni persistiendo en la línea iniciada cuando no se ajusta a los hechos, como obtendremos la moral que necesitamos frente al terrorismo, la moral que teníamos y hemos perdido.

Desde las primeras conversaciones de Eguiguren con ETA-Batasuna hasta ahora hay que mirarse al espejo, sabiendo que la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre la molicie de los demócratas. Nunca un error es peor que un crimen. Pero la perseverancia en el error puede terminar dando al criminal una coartada. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido con el empeño pacifista del presidente Zapatero, cuyo mayor error ha sido no querer distinguir las armas de la palabra y, en consecuencia, no hablar nunca claramente. Su torpeza ha dejado campo libre a la más odiosa de todas las indiferencias, a la del descreimiento en la capacidad de la sociedad democrática para vencer la amenaza de los violentos, aquella desesperación de la que hablaba Camus, que no proviene de una terca adversidad ni del agotamiento de un combate desigual, sino de que ya no se conocen las razones para luchar ni si, cabalmente, es preciso luchar. Ahora, como escribió Cernuda, la estupidez sucede al crimen.

Nos ha hecho falta mucha imaginación, precisamente, para ver a Otegi y a Josu Ternera caracterizados todos los días como grandes adalides del diálogo, y mucha más para acostumbrarnos a esa inversión moral que creíamos desterrada y hemos vuelto a padecer. Quienes denuncian la voracidad del nacionalismo obligatorio en el País Vasco, quienes reclaman que la paz a conseguir es el disfrute sin coacciones de las garantías y libertades vigentes en nuestra Constitución, son señalados como agentes crispadores que impiden a la gente corriente, a los buenos ciudadanos, el pleno disfrute de una paz tutelada por el independentismo maniaco del coche bomba y el tiro en la nuca.

Porque si algo nos ha recordado esta legislatura de máscaras y dobles fondos es que el social-nacionalismo etarra no quebranta sólo cuerpos y bienes, sino que rompe igualmente los usos ordinarios de la palabra, oscurece la razón, haciendo nacer miopías voluntarias y embustes cómplices, forzando a callar o suscitando discursos que nunca debieran brotar en una democracia sana.

¿Desesperaremos otra vez queriendo seguir el ejemplo ajeno, cegándonos ante la fotogenia del muy diferente caso irlandés, quedándonos en la superficie, esperando a que lleguen los bárbaros, como los mediocres políticos e intelectuales del poema de Cavafis?: ¿Por qué inactivo está el Senado e inmóviles / los padres de la patria no legislan? / Porque hoy llegan los bárbaros. / ¿Qué leyes votarán los senadores? / Cuando vengan los bárbaros ellos darán la ley… / ¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores / a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia? / Porque hoy llegan los bárbaros / que odian la retórica y los largos discursos…

¿Continuaremos herméticos a las lecciones de la propia experiencia? Quienquiera que se encamina hacia un tirano, dice Plutarco al relatar la muerte de Pompeyo en Egipto, es su esclavo, aunque haya llegado libre. No haremos nada, en efecto, por el final del terrorismo mientras no nos libremos de la falsa cultura de la paz y de la frágil moral del diálogo. Nos lo vienen enseñando los hechos desde hace mucho tiempo. Y quizás la más duradera victoria de ETA esté en esa señal ingenua dejada en el corazón de muchos ciudadanos. Incluso de hombres y mujeres que han combatido el terrorismo con todas sus fuerzas. Porque hasta que no comprendamos que aquél que quiere ser demócrata o ya lo es o se hace el tonto, seguiremos caminando inútilmente al encuentro de nuestros tiranos. Ellos, los asesinos, saben que siempre hay una hora en la que la sociedad se siente cansada. Y siempre saben esperar esa hora, buscando el alma a través de la fatiga, volviéndola crédula y, a veces, falaz.

¿Qué significa eso, si reflexionamos sobre los llamamientos estériles a la paz y al diálogo? Significa que no debemos dedicarnos al servicio de la ignorancia aun cuando sea necesaria la necesidad de una ilusión, aun cuando el engaño resulte más consolador que la verdad.

¿Quién homenajeaba a los verdugos entre gritos mientras el presidente Zapatero se comportaba como el príncipe Potemkin, aquel ministro que organizaba los viajes de Catalina II construyendo aldeas ficticias, hechas de madera y de lienzos pintados, para hacer creer a la soberana que los desiertos se poblaban y se hacían fértiles y ricos durante su régimen? ¿Quién robaba armas en Francia mientras el presidente Zapatero internacionalizaba la negociación, llevándola al Parlamento Europeo? ¿Quién, en fin, construía el atentado de la T-4 mientras desde Moncloa se daba a entender que el proceso de paz no podía venirse abajo?

Nada más equivocado que creer que el diálogo es posible con quien ha enterrado en sangre y en furia el lenguaje de la Humanidad. Hemos visto mentir, envilecer, amenazar, secuestrar, matar, y nunca fue posible persuadir a quienes lo hacían de que no lo hicieran. Porque están seguros de sí mismos y porque no se persuade al representante de una idea absoluta, de un mesianismo sin matices.

La cohesión es el rasgo distintivo de ETA-Batasuna y se engañan los superficiales que hablan de varias caras, pues tiene sólo una. Aquí y allá, en el atentado o en la tregua, es siempre lo mismo, rezos de una misma comunión de invenciones, gritos de unas reivindicaciones ancestrales, y el rechazo del otro para definir la propia identidad, la necesidad de un enemigo u objeto del odio donde hendir los cuchillos afilados… Razones de la sinrazón.

Hoy como ayer, la obsesión de ver claro, en lugar de la obsesión de afirmar a toda costa los propios deseos, resulta imprescindible. Sólo una política firme, claramente definida por el Gobierno e inmediatamente puesta en práctica, puede devolver la política antiterrorista a un orden del día alejado del espejismo. Para ello no es suficiente pedir la unidad de los demócratas, hay que dotarla de energía, de contenido. No es suficiente lamentar la falta de confianza, hay que repararla. No es suficiente golpear la mesa frente a los etarras y sus jaleadores, hay que deshacer los errores y abandonar los vergonzantes eslóganes del palo y la zanahoria. O si no, se nos dará una vez más el espectáculo de una autoridad extenuada, arrastrada por los acontecimientos que pretende dirigir, privada de la energía de la razón como de la energía de la ley, y siempre desenmascarada en el momento en que proclama su virtud. Porque la debilidad también puede convertirse en un delirio que explica todos los desvaríos.

Manuel Azaña pensaba que los únicos hombres firmes en sus deberes son los que no ceden en sus derechos. Con mayor razón, tampoco podemos nosotros ceder nada en nuestros derechos frente a quien considera más importante el color de una bandera que el color de la sangre derramada. Paz, sí, paz, pero la que se obtiene sin desesperar de la inteligencia, la que se logra de una resistencia sin tregua, la que no renuncia a la justicia. Paz, pero sin impostura moral, sin cohabitar con la mentira, sin indulgencia con la barbarie… frente a aquéllos que a la hora de la palabra, en democracia, siempre han sacado la pistola.

(Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea y ha publicado recientemente ‘Los perdedores de la Historia de España’ -editorial Planeta-)

Fernando García de Cortázar, EL MUNDO, 29/6/2007