Al poco de arribar de rebote a la Presidencia de la Generalitat en 2016, a raíz de que los antisistema de la CUP defenestraran a Artur Mas y auparan a ese sitial al número tres de la lista de Gerona de Junts pel Sí, Carles Puigdemont citó a un destacado rival al que no conocía personalmente y al que sorprendería en ese primer contacto. Nada más saludarle, el president lo desconcertó con una muestra de aparente camaradería. Agarró una carpeta y sacó un amarillento recorte de periódico. Se trataba de El Alcázar, diario de los excombatientes franquistas, donde aparecía con una pancarta separatista. “Ése soy yo”, se jactó ufano, “para que veas que soy independentista de antiguo”.
Despachada la cita, su perplejo invitado partió imbuido de que dejaba a un iluminado peor que Mas. Ambos visionarios compartían un nexo común: transitar del independentismo -usar esa amenaza como presión- a propugnar una independencia exprés y por igual resorte. El entonces alcalde de Gerona había sido agredido en julio de 2011 por los recortes y otro tanto Mas, cercado en el Parlament del que escapó en helicóptero. Zaheridos, ambos arbitraron que la confrontación a cara de perro con el Gobierno de Rajoy y la exigencia de independencia eran ventajosos atajos para endilgar los ajustes al “España nos roba”.
No obstante, para el invitado de Puigdemont, “Moisés” Mas, si bien se autoerigía en guía de Cataluña rumbo al País de la Independencia, nunca se inmolaría. Pero a su anfitrión sí que lo veía quemándose a lo bonzo si fuera menester. Al modo del César o nada del personaje de Pío Baroja, su dilema existencial estribaba en ser héroe o mártir en función de cual fuera el desenlace de cuando se encaramara al ventanal de la Generalitat para proclamar el Estat catalá. Ansiaba reeditar la balconada de Companys en 1934 sin asir mano alguna para exclamar: ¡Ya no podrán decir que no soy independentista!
Aquel visitante al que Puigdemont le enseñó el cartapacio con sus hazañas juveniles era un atónito Iceta. Es probable que éste albergue las apreciaciones de antaño, pero hogaño se pliega, como todo el PSOE, a un fugitivo que, tras su malogrado alzamiento, fija el designio de la democracia española y de su unidad nacional para que un derrotado Sánchez more La Moncloa desertando de su alta encomienda prometida ante un ejemplar de la Carta Magna. Ante tal abyección, hay que escandalizarse en los términos de la cineasta Isabel Coixet, directora de Cosas que nunca te dije: “De repente, la llave de todo la tiene un pirado que vive en Waterloo, ¡guau!”. Ello es así por el empeño de un psicópata dispuesto a pagar por los siete diputados del fugado lo que no hay en los escritos. Aunque ni sienta ni padezca y, si le pinchan, seguro que no sangra, su infame investidura le perseguirá de por vida. Como Menelao ante Antíloco en la carrera con la que Aquiles honra la muerte de Patroclo, estos dos aventureros juegan con que, en la hora decisiva, siempre cede el más sensato o el que más tiene que perder. Ambos oportunistas se subieron a la barba de un doctorado en el Arte de la Prudencia como Rajoy a quien tomaron el pelo y conciben la labor de gobernar como generar problemas manteniendo a la gente en vilo.
Si Sánchez abusó del Presupuesto para rebañar votos arruinando la Hacienda y tener posibilidad de renovar la Alianza Frankenstein, como ha sucedido, ahora fractura España para regir el desiderátum de una Confederación Plurinacional de Repúblicas
Así, tras auspiciar en su investidura otro Muro de la Vergüenza que divida a los españoles, como el que alzó la URSS para separar a los berlineses tras la postguerra, Sánchez rifa la soberanía nacional en un casino suizo. Siguiendo la estela de Zapatero con ETA en el mal llamado “proceso de paz”, al olvidar las víctimas y blanquear a sus asesinos hasta aliarse con su brazo político, se pasa del “paz por territorios” zapaterista, invocando la Conferencia de Paz de Madrid por la que los palestinos desistían de destruir Israel y éste cedía superficie, al “votos por territorio” sanchista con comisionistas internacionales próximos a ETA y, a través de ésta, a Junts y ERC en el procés, según detalló Vozpópuli a cuenta del sumario de tsunami democràtic.
Si Sánchez abusó del Presupuesto para rebañar votos arruinando la Hacienda y tener posibilidad de renovar la Alianza Frankenstein, como ha sucedido, ahora fractura España para regir el desiderátum de una Confederación Plurinacional de Repúblicas. Así figura en el comunicado de Junts, ERC, Bildu y BNG para justificar su ausencia en la apertura de la legislatura por la presencia de Felipe VI. Con su soberanía offshore e internacionalizando aquello a lo que se le dispensa carácter de “conflicto”, lo que entraña un punto de no retorno al margen de lo que se concluya en Ginebra, la realidad esperpéntica de la España sanchista constituye una hipérbole en sí misma. Las palabras ya no alcanzan a describir estos “malos tiempos” en los que, glosando al bufón de El rey Lear, “los locos guían a los ciegos”.
Supervisada por tales veedores internacionales afines al separatismo y habituales en el arbitraje con terroristas, la timba suiza equipara la parte al todo como Estados diferentes y franquea una consulta soberana, previa concesión de una amnistía ilegal. En realidad, una autoamnistía que borra el delito de Puigdemont, a la par que dota de impunidad a Sánchez para su alta traición. “¿Qué tiene que hacer -inquiría muy digna la ministra de Defensa, Margarita Robles– un Estado, un gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, corta las vías públicas, cuando realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania?”. Dicho lo cual, calló, sirvió en bandeja la cabeza de la directora del CNI, Paz Esteban, al separatismo y fuese, movida por su inalterado amor a la Patria.
Si la alta nobleza de inicios del XIX desertó ante el militar más poderoso de su tiempo, quien se desangraría en la debacle de Waterloo tras la úlcera de la Guerra de la Independencia, hoy un perverso narcisista como Sánchez rinde España al napoleoncito Puigdemont
No se conocía desafuero tal desde el Tratado de Fontainebleau entre Bonaparte y Godoy que propició la ocupación francesa de España con la excusa de una invasión conjunta de Portugal para repartírsela. Sánchez no traspasa la soberanía española a otro Estado como Godoy, aunque su entreguismo a quienes supedita su política exterior así lo sugiriera. Lo hace a un prófugo conectado con Estados visiblemente atraídos por turbar España y, por ende, el flanco sur de Europa. Un evadido del Estado de Derecho como Sánchez se rinde, en fin, a un chantajista que no rehúye metáforas mafiosas para intimidarle como meterle en la cama una cabeza de caballo, en parangón con la escena de El Padrino, para asegurarse el “pacta servanda sunt” entre pillos.
Si la alta nobleza de inicios del XIX desertó ante el militar más poderoso de su tiempo, quien se desangraría en la debacle de Waterloo tras la úlcera de la Guerra de la Independencia, hoy un perverso narcisista como Sánchez rinde España al napoleoncito Puigdemont. Ello expone la degradación moral del Godoy socialista y de los “Galindo” -“un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”- que coadyuvan a construir su muro colonizando las instituciones. Como se ha ejemplificando esta semana “horribilis” en el que el Poder Judicial ha desestimado como idóneo para Fiscal General a Álvaro García luego de que el Tribunal Supremo repudiara su desviación de poder para promocionar a su benefactora y antecesora, la exministra Dolores Delgado -con el voto en contra de su presidente, Guilarte, qué arte, en fase de redención por su amigo Marlaska- y de que la Sala Tercera anulara la designación de Magdalena Valerio para presidir el Consejo de Estado al no reunir los requisitos instados.
Si a la subasta de la soberanía nacional y a la pudrición institucional, junto a la corrupción que no cesa como certifica el Tribunal de Cuentas con la vicepresidenta Calviño y la fundación en provecho de la red socialista del “Tito Berni”, se le suman las crisis diplomáticas con Israel e Italia, todo amenaza ruina. Tras contactar el ministro Albares con sus colegas israelíes e italiano, tomó la palabra Sánchez en TVE y los primeros suspenden relaciones como antes Argelia después de unas vergonzosas declaraciones antisemitas y los segundos, por boca de su canciller Antonio Tajani, gran baluarte de España durante el 1-O y premio Princesa de Asturias, no se anduvieron con chiquitas cuando Sánchez contrastó su gobierno “progresista” con el ultraderechista trasalpino. “En España -le aclaró- gobierna la extrema izquierda. En Italia los hemos derrotado. Nosotros respetamos el Estado de Derecho. ¿Ocurre lo mismo en Madrid? En Italia gobierna el Partido Popular Europeo, en España los secesionistas”. En las Cancillerías, se comenta que, al trasladarle Albares sus quejas por esta andanada en la red social X, Tajani fue más lejos y acusó a Sánchez de dar un “golpe palaciego” desde La Moncloa para no respetar el escrutinio de las urnas.
La ‘auctoritas’ de un Rey ejemplar
No es difícil presuponer el enojoso endoso que acarreará a España someterse a sus enemigos interiores y multiplicar los exteriores por mor de un ególatra fuera de sí que niega cada hora lo que dice la anterior. Por eso, como volvió a patentizar el Rey con gesto grave, la solemne apertura de la 15ª legislatura no dejó de ser una mera tramoya cuando, en Suiza, quienes asaltan el Estado despedazan la soberanía nacional sin dar vela en el entierro a los españoles como en Fontainebleau. Salvo que estos desplieguen la resistencia de sus antepasados ante el invasor galo, los socios de Sáncheztein no cejarán de amputar España aunque sea indivisible constitucionalmente. Con ese telón de fondo, bastó que Felipe VI leyera en voz alta lo que dicta la Carta Magna para que sonara a extraordinario. Si un monarca constitucional sólo puede expresar lo que le autoriza el Gobierno, al Rey le llegó con ello para realzar su rol como cabeza de la Nación ante una presidenta de las Cortes que pisotea la Constitución al instituirse en apologeta de Sánchez y declinar de su alta función al frente del órgano depositario de la soberanía nacional (no popular). Momento de excepción, sin duda, en que lo normal adopta ribetes homéricos.
En medio de este estado de excepcionalidad, ¿qué sería de esta España sin la “auctoritas” de un Rey ejemplar que está en su sitio como pocos? De ahí que, frente a los que le instan a no sabe bien qué, bajo la furia ciega del “a mí, Sabino, que los arrollo”, hay que convenir la necesidad imperiosa de preservar como oro en paño la magistratura coronada de Felipe VI. “¡Ojo al Cristo, que es de plata!”, esto es, cuidado con facilitar la tarea de zapa de quienes buscan descoronar el Reino y balcanizarlo con republikETAs como la extinta Yugoslavia tras una Guerra Civil cuyas secuelas aún persisten. Lejos de vacunarse tras su fogueo en ese infierno como ayuda del Alto Representante Internacional para Bosnia y Herzegovina, Carlos Westendorp es hoy fuente de inspiración de un autócrata que incendia lo que toca y que lanza un nuevo fascículo de su autobiografía con el estupefaciente título de Tierra firme. Es propio de un político que surca bajo bandera de conveniencia y tan hipócrita como para vender -atina Arturo Pérez-Reverte– “a su madre y entregar a la nuestra en vez de la suya y además nos convence que es la suya la que ha entregado”.