Andrés Betancor-El Mundo
El autor analiza la estrategia basada en el ‘cuanto peor, mucho mejor’ con la que el secesionismo busca un hecho lo suficientemente dramático como para que el Derecho internacional reconozca la independencia.
ALEJANDRO NIETO, en un magnífico libro dedicado a la rebelión militar de la Generalitat de Cataluña del 6 de octubre de 1934, obra que va ganando en importancia por lo premonitorio de su análisis, reproduce las siguientes palabras: «Estoy dispuesto a todo. (…) Ha llegado la hora de dar la batalla y de hacer la revolución. Es posible que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos la vida; pero, aún perdiendo, Cataluña ganará porque necesita mártires que mañana le aseguren la victoria definitiva».
No, no es Carles Puigdemont. Por las fechas sería, evidentemente, imposible. Pero perfectamente pueden serle atribuibles. Así se pronunció Lluís Companys en 1934 y, qué casualidad, a la luz de una sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, el antecesor del actual Tribunal Constitucional, que declaraba, cómo no, inconstitucional una ley catalana (la de 11 de abril de 1934, de Contratos de Cultivo). Podríamos seguir con las similitudes. Un consejero del Gobierno de la Generalitat, Ventura Gassol, se expresaba en los siguientes términos, también recogidos en el libro de Nieto: «Nuestro odio contra la vil España es gigantesco, loco, grande y sublime, hasta odiamos el nombre, el grito y la memoria, sus tradiciones y su sucia historia». También son perfectamente imputables a los líderes del procés que han dicho barbaridades similares.
Los modernos golpistas apuntan en la misma dirección: más y más odio, más gasolina al conflicto, a la contienda, incluso al enfrentamiento. Más y más. Cuanto peor, infinitamente mejor. El objetivo es crear las condiciones para que, vía mediación internacional, se haga posible la independencia. Si el resultado no es el esperado, al menos tendrán los héroes del futuro.
Los secesionistas se miran, ya desde hace mucho tiempo, en el espejo de Kosovo. En ese espejo ni el empobrecimiento es un lastre. Es, para los fanáticos, el purgatorio para alcanzar el cielo. En su religión, una temporada arruinados es el precio, ínfimo, de la independencia. Una minucia.
Como sucedió en 1934, tampoco es un inconveniente el que confluyan secesionistas con antisistema. Al contrario. La locura bolivariana de la CUP ayuda decisivamente. Empuja para crear las circunstancias de la independencia, paradójicamente, conforme a Derecho.
La secesión de una parte de un Estado tiene, en el Derecho internacional, dos grandes construcciones doctrinales y jurídicas, ambas plasmadas en sendos Dictámenes, el del Tribunal Supremo de Canadá del año 1998 (Reference re Secession of Quebec, [1998] 2. S.C.R. 217) y el del Tribunal Internacional de Justicia de 22 de julio de 2010. El primero es el del proceso de secesión de la provincia de Quebec, Canadá, y el otro es el de Kosovo, la provincia de Serbia. En síntesis, la primera sostiene que la independencia debe ser pactada; en cambio, la segunda admite y justifica la unilateralidad. El secesionismo catalán se mira en este espejo, el de Kosovo y su independencia unilateral.
En el caso de Kosovo, la Asamblea General de la ONU le preguntó al Tribunal de La Haya específicamente acerca de si la declaración unilateral de independencia pronunciada por las instituciones kosovares se ajustaba al Derecho internacional. El Tribunal dictaminó positivamente. Un contexto histórico muy preciso fue decisivo: una crisis humanitaria de primer nivel, asociada a una guerra civil que hizo inevitable la intervención de la ONU, acordada por Resolución del Consejo de Seguridad [1244 (1999)], la cual además contemplaba el nombramiento de una Administración internacional interina. Ésta, a su vez, con el respaldo de dicha resolución, aprobó un «marco constitucional» para Kosovo. El Tribunal consideró que los únicos parámetros para determinar la legalidad de la declaración de independencia debían ser la Resolución del Consejo de Seguridad y las normas aprobadas por la Administración internacional.
El Derecho internacional, en consecuencia, no sólo ha protegido a los habitantes de Kosovo sino que, además, ha constituido una entidad jurídica con sus instituciones de autogobierno. La nueva legalidad internacional rompió y desplazó la interna de la República de Serbia. La licitud de la declaración de independencia de la autoproclamada Asamblea de Kosovo debía determinarse conforme a la nueva legalidad. El Tribunal consideró que no hay ilicitud porque el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no había establecido nada sobre cuál debía ser el estatus final de Kosovo, una vez finalizada la Administración internacional, ni tampoco había incluido prohibición a que las instituciones de autogobierno pudiesen declarar la independencia. La legalidad, instituida por la intervención internacional, habría creado un vacío que podía ser llenado, como hizo la autoproclamada Asamblea. Los representantes de los kosovares resolvían, mediante la independencia, la cuestión sobre el estatus final de Kosovo. El silencio del Derecho internacional lo llenaron los gritos de los secesionistas.
El requisito imprescindible para que la declaración unilateral de independencia pueda prosperar en el Derecho internacional refulge con claridad: la ruptura del orden legal interno como consecuencia de una intervención internacional para resolver una crisis humanitaria de primer nivel provocada por una guerra civil, y su sustitución por una nueva legalidad internacional.
Los secesionistas han comprendido que está en su mano llevar la situación hasta el límite de la confrontación para justificar la intervención internacional que pueda sentar las bases legales de la independencia.
La fuerza jurídica de lo fáctico. Los hechos, si son concluyentes, pueden tener fuerza jurídica.
El golpe de Estado que se viene ejecutando en Cataluña quiere crear un hecho lo suficientemente concluyente como para que el Derecho internacional, que no el Derecho interno, reconozca la secesión.
Tiene sentido la estrategia política seguida por los secesionistas. Cuanto peor, mejor; mucho mejor. Siempre ganan. Al menos, conseguirán los héroes reclamados por Companys. La Comunidad internacional es la rehén. Y los ciudadanos, las víctimas del chantaje. La ruina económica, pero también la política, social y la moral, son los daños colaterales. Irrelevantes en términos históricos.
¿Y el Estado democrático de Derecho? En el corto plazo perderá. La aplicación del artículo 155 de la Constitución es el mejor ejemplo. La conversión en hechos de las medidas de intervención será costosa, muy costosa, pero inevitable. Es el precio por derrotar al golpe. Sin embargo, está en manos de los gobernantes que la gestión de esta confrontación sirva para reconducir el designio de la Historia.
EL PUEBLO que no aprende de su Historia está condenado a repetirla. Es una frase apócrifa atribuida a Cicerón, entre otros tantos. Expresa el sentido común de que no se puede desaprovechar una fuente de aprendizaje. Aún menos la vivida. Se necesita una gestión estratégica de lo sucedido en Cataluña. No caer en el cortoplacismo, en la trampa de la conmiseración con los golpistas.
La condena que se le impuso a Companys por rebelión, después del golpe de 1934, fue de 30 años, pero sólo fue efectiva un año al beneficiarse de la amnistía del Gobierno del Frente Popular. En el pasado el mensaje fue claro: cuanto más aventurero, menor castigo. Puede ser igual de perjudicial en el presente. Las medidas de intervención aprobadas por el Gobierno están sujetas a un plazo de seis meses: ¿Qué sucederá con las medidas disciplinarias aplicadas a los empleados públicos desleales con la Constitución una vez se supere el plazo? ¿Tendrá premio la resistencia al cumplimiento de las órdenes de las nuevas autoridades? ¿Podrán ser revocadas por las autoridades catalanas?
De nada servirá tanto sufrimiento si se admitiese y se permitiese sentar las bases de la futura secesión. Cambiar el destino de la Historia es convertir a los héroes de la sedición en los de la estupidez y de la insensatez, los que condujeron a Cataluña a la ruina. Aquellos que tuvieron en Kosovo el modelo a seguir. Ejemplo de una Cataluña que miraba hacia atrás. Cambiar el destino quiere decir aprender de la Historia, corregir los errores cometidos y crear un proyecto de esperanza para España que mire hacia el futuro y su máxima expresión: Europa.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra