Cuarenta años

JUAN MANUEL DE PRADA – ABC – 17/06/17

Juan Manuel de Prada
Juan Manuel de Prada

· La búsqueda del «consenso» a toda costa propició que la Transición se convirtiera con frecuencia en una mera «transacción».

Sospecho que todos los ditirambos encendidos que la Transición ha recibido en estos días son inversamente proporcionales al interés que tal proceso político suscita entre las nuevas generaciones. Los jóvenes contemplan aquella etapa de nuestra Historia con desinterés e incluso desprecio, sin darse cuenta de que son sus hijos más deseados: mano de obra «flexible» obsesionada en el disfrute de sus derechos de bragueta.

Pero todo este desinterés y hasta desprecio por la Transición es consecuencia inevitable de los excesos de sus panegiristas, que montaron un relato completamente mitológico. Con ocasión del cuadragésimo aniversario de la celebración de las primeras elecciones hemos escuchado muchas loas vacuas a la democracia. Pero apenas se ha dicho que aquellas fueron unas elecciones convocadas por las cortes franquistas, mediante la Ley para la Reforma Política (cuyo cuadragésimo aniversario nadie ha celebrado, en cambio), que permitió la transformación de un estado de partido único en un «estado de partidos», según fuera definido por Gerard Leibholz.

Este «estado de partidos» es un formidable antídoto contra la democracia representativa: pues, mientras votamos unas listas confeccionadas por las oligarquías en liza, llenas de tipos que sólo responden ante sus respectivos partidos (que, a su vez, responden ante los que realmente mandan), pensamos ilusamente que estamos eligiendo a nuestros representantes. Aquellas elecciones legislativas de junio de 1977 fueron el pistoletazo de salida para un «estado de partidos» en el que, por no haber, no hubo ni siquiera proceso constituyente. Y en el que la Constitución fue elaborada por los partidos políticos en liza.

A la postre, aquella Constitución (que en breve también celebraremos con ditirambos encendidos) adolecería de ambigüedades mil, empezando por un difuso concepto de «nacionalidades» y acabando por un régimen autonómico de competencias abiertas que sólo ha servido para azuzar las insaciables exigencias de los separatistas, que merced a sucesivos gobiernos débiles o malvados han podido imponer sus condiciones a cambio de una supuesta gobernabilidad del Estado.

Tampoco puede decirse que el marco político salido de la Transición haya favorecido la división de poderes y los controles institucionales. El poder judicial se halla hoy tan politizado como en cualquier régimen autoritario, sometido en la composición de sus órganos de gobierno a los poderes ejecutivo y legislativo, e infectado en su seno por las correlaciones de fuerzas impuestas por los partidos políticos en liza. Y es que la búsqueda del «consenso» a toda costa propició que la llamada Transición se convirtiera con más frecuencia de la debida en una mera «transacción»; y las transacciones siempre se fundan en calculadas ambigüedades, cuyas consecuencias estamos sufriendo hoy.

Para comprender mejor los logros de aquel «estado de partidos» naciente, en lugar de fijar nuestra atención en las elecciones de junio de 1977, deberíamos hacerlo en los Pactos de la Moncloa, de octubre de aquel mismo año, que despenalizaron el adulterio y autorizaron el despido libre. Había que precarizar el empleo, objetivo último de la plutocracia internacional que las leyes laborales franquistas dificultaban enormemente; y para que los trabajadores lo admitieran había a cambio que envilecerlos y convertirlos en obsesos –Chesterton dixit– de «una religión que, a la vez que exaltase la lujuria, condenase la fecundidad».

Cuarenta años después, con trabajo basura y cambio de sexo para el nene y la nena, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que aquella misión encomendada al naciente «estado de partidos» se ha ejecutado maravillosamente.

JUAN MANUEL DE PRADA – ABC – 17/06/17