ANTONIO ELORZA, EL CORREO – 19/12/14
· El acuerdo entre Raúl Castro y Obama supone por primera vez en la historia el establecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos en condiciones de igualdad entre dos Estados soberanos.
Es una noticia que hubiera debido producirse hace mucho tiempo. Desde el momento en que Nixon rompió con China la lógica de la Guerra Fría, perdió sentido la supuesta pureza de unas relaciones exteriores que para Estados Unidos decían basarse en la defensa intransigente de la democracia contra el totalitarismo comunista. Quedaba no obstante en pie la actitud de constante desafío, con frecuencia una auténtica guerra verbal por parte de Fidel Castro, más la sucesión de espectaculares violaciones de los derechos humanos, la última de ellas en 2003, con el encarcelamiento de disidentes que habrían establecido contactos con la representación diplomática informal de Washington en La Habana. Pero desde tiempos del presidente Clinton, el ‘embargo’, que ya no ‘bloqueo’, carecía de otro sentido que causar perjuicios económicos a la sufrida población cubana y proporcionar la gran coartada para que el régimen de Fidel mantuviera su enroque político, tanto en la esfera interna como en la internacional.
La sustitución de Fidel por Raúl al frente del Estado, aunque el primero siguiese ahí en actitud de vigilancia, creaba la posibilidad de que las puertas se abrieran, como ahora por fin ha sucedido. Un relato humorístico de los tiempos inmediatamente anteriores al hundimiento físico del primero, venía a subrayar el papel decisivo que correspondía a Raúl a la hora de garantizar la continuidad política del régimen. En el clima tórrido del centro de la isla, varios hombres juegan a las cartas, hasta que uno de ellos no soporta más el calor y se tumba a dormitar en un catre. A poco entra un moscardón por la ventana y el zumbido de su vuelo incomoda a todos, de manera que uno de los jugadores se levanta y acaba con él de una palmada. «¡Lo maté!», exclama. Entonces el durmiente se despierta sobresaltado para preguntar: «¿Y al hermano también?» No obstante, por encima de ese componente de continuidad, era conocida desde tiempos de la Revolución la diferencia existente entre los dos hermanos.
Fidel siempre tuvo confianza en Raúl, aunque cuando en 1959 dio el golpe de efecto de anunciar su dimisión como primer ministro desde las páginas de ‘Revolución’, premisa para derrocar al presidente Urrutia, actuó sin que Raúl tuviese noticia de ello. Él decidía siempre, si bien en momentos de crisis como el maleconazo, de 1994, los consejos de Raúl sirvieron para que el comandante saliera del callejón sin salida en que se había metido durante el llamado período especial.
No es que Raúl sea un simpatizante de la democracia ni un blando; incluso desde el principio en Santiago, enero del 59, probó más de una vez su voluntad represiva. Solo que es un hombre pragmático, perteneciente a una tradición estalinista a la cual su hermano fue siempre ajeno, con el poder revolucionario visto ante todo como instrumento de su afirmación personal. Desde su adhesión al modelo chino, puesto en práctica tímidamente en la isla, no cabía para Raúl mantenerse eternamente, y con un alto coste, en la Guerra Fría.
El viraje que acaba de dar no significa el visto bueno para la democracia en Cuba; es simplemente la condición para aproximarse a la normalidad en la vida de los cubanos. Desde fuera, puede ser contemplado como el que hace medio siglo dio el PCE, gracias a otro estaliniano pragmático, Santiago Carrillo, al aprobar el ingreso de la España de Franco en la ONU: el encastillamiento internacional favorece la supervivencia de las dictaduras. Y además en esta ocasión, al reconocer Obama el fracaso de medio siglo de política de su país sobre el castrismo, más el dato simbólico de la liberación de los espías, al buen resultado se une el sentimiento de victoria simbólica. Una de las declaraciones más repetidas de Fidel era felicitarse por el logro de una revolución que había sabido desarrollarse durante décadas, «solos, en medio de Occidente, y lo hemos conseguido».
El fulgor de la noticia puede, sin embargo, ocultar otra dimensión: el acuerdo entre Raúl Castro y Obama, cualesquiera que sean sus contenidos y sus consecuencias políticas y económicas, supone por vez primera en la historia el establecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos en condiciones de igualdad, de pleno reconocimiento mutuo como Estados soberanos. Para Cuba y Estados Unidos, la cuestión resulta esencial, ya que desde los prolegómenos de la independencia de 1898/1902, y hasta ayer mismo, el tema de una subordinación de la isla a su gran vecino, aceptada por sus élites conservadoras, rechazada por las corrientes patrióticas, dada por supuesta bajo una u otra fórmula en Washington, ha sido un factor explicativo de la inseguridad política permanente en Cuba, e incluso del carácter de la revolución de 1959.
Desde el año anterior en la Sierra, Fidel hablaba de una guerra inevitable contra Estados Unidos, y sin duda alguna el tándem Eisenhower-Nixon, seguido en esto por Kennedy, estuvo dispuesto a abortar, por cualquier medio, toda política reformadora en La Habana. La fractura y el enfrentamiento posteriores no alteraron los datos de fondo del problema, y el bloqueo/embargo fue su expresión emblemática.
En vísperas de la intervención de 1898, y en contra de lo que afirma la historiografía norteamericana –‘an unwanted war’–, sabemos por el embajador yanqui en Madrid que «la isla era la tajada más sabrosa del Caribe» y que «tan seguro como el sol saldrá mañana, Cuba será (norte) americana». Solo que fue difícil conjugar ese propósito con la decisión de independencia para Cuba adoptada por las Cámaras de Washington. Así que por más de medio siglo, la tutela USA coexistió con una fecunda comunicación cultural –y una menos fecunda presencia del gangsterismo–, pero ni dio forma a un protectorado, ni toleró la plena independencia. De ahí el enfrentamiento radical posterior, siempre asimétrico. Ahora se abre una nueva era.
ANTONIO ELORZA, EL CORREO – 19/12/14