Francesc de Carreras-El Confidencial
- Fidel y los suyos prefirieron asegurar su ilimitado poder político y económico como una dictadura más. No merece otro juicio lo que empezó siendo una justificada esperanza
De nuevo protestas en Cuba. Como en otras ocasiones. ¿Tendrán consecuencias? ¿Habrá reformas económicas y políticas esta vez? Pensé que así sería a principios de los noventa, tras el hundimiento de la URSS. La economía cubana estaba estrechamente ligada al bloque soviético. Pero me equivoqué y de eso hace ya treinta años.
Ignoro lo que sucede en este país, hace tiempo que no lo he visitado, sigo las informaciones de los corresponsales en La Habana y tampoco saco conclusiones claras, solo incertidumbre. Las incógnitas son las de siempre: que harán la Fuerzas Armadas, las de Seguridad, el Partido… Como toda dictadura. No parece que Díaz-Canel sea un reformista, más bien parece un prudente conservador, un gris funcionario del Partido. Aunque nunca se sabe…
Este artículo no pretende especular sobre el futuro, sino echar una mirada al pasado, no solo al de la Cuba castrista sino a nuestro pasado, a la simpatía que suscitaron aquellos barbudos guerrilleros de Sierra Maestra que bajaron de las montañas y entraron triunfantes en La Habana el 1 de enero de 1959, que resistieron una patética invasión de mercenarios en Bahía Cochinos financiados por el gobierno de Estados Unidos, que intentaron la revolución en toda Latinoamérica con el Che Guevara al frente. Había que «crear dos tres… muchos Vietnam». Este era el eslogan de la Conferencia Tricontinental de 1967: la transformación económica, política y social del mundo debía empezar por revoluciones locales en los países subdesarrollados de Asia, África y América, lo que entonces llamábamos Tercer Mundo. Cuba y Vietnam eran los dos grandes ejemplos a seguir.
¿Qué sentido tuvo todo aquello, por qué suscitó tanta esperanza en la izquierda europea, tanta adhesión en el mundo intelectual? Efectivamente, para quienes éramos adolescentes y jóvenes de izquierdas en los años cincuenta y sesenta, Fidel era nuestro líder y el Che nuestro gran mito. ¿Por qué?
En los últimos años he estado pensando en la respuesta. Las dudas han sido muchas, también las certezas. Rechazábamos el orden internacional que se había impuesto tras la II Guerra Mundial: EEUU, Europa occidental, quizás algún otro país como Canadá, tenían una pujante economía basada en el expolio de los países subdesarrollados y en el gasto militar que ponía en constante peligro la paz mundial debido a las armas nucleares. Al expolio económico lo llamábamos neocolonialismo y al gasto militar imperialismo. No nos gustaba el modelo soviético, aunque en parte lo disculpábamos porque era necesario para defenderse de las agresiones imperialistas occidentales. La OTAN (que entonces denominábamos NATO) era el instrumento militar que necesitaba el sistema capitalista para imponer su orden mundial.
Dentro de este esquema, que dos minúsculos países como Cuba y Vietnam hicieran frente a EEUU, como era lógico y natural, nos causaba simpatía. Vietnam era un pueblo lejano y desconocido que soportaba con valentía una agresión violenta e injustificada desde el punto de vista estratégico político y militar, demostrando que la industria del armamento era el motor de la prosperidad capitalista. El caso de Cuba era distinto: se trataba de una revolución, encabezada por personalidades rebeldes, honestas y generosas que había puesto fin a una dictadura y cuya finalidad era imponer un orden político, económico y social más igualitario que los países subdesarrollados de su entorno geográfico. En ambos casos, te venía a la mente la imagen de David contra Goliat.
Cuba quedó al margen por el empecinamiento de Castro, con el apoyo soviético, sin saber que estaba en un callejón sin salida
En Vietnam, el ejército de EEUU sufrió una derrota espectacular. Poco antes, a partir de 1971, se había establecido una nueva relación de los norteamericanos con China, gracias a la inteligencia estratégica de Kissinger, que dio los frutos que hoy están a la vista de todos. Sin darnos cuenta, se estaba entrando en un nuevo orden mundial multipolar que culminará a partir del desordenado derrumbe del bloque soviético alrededor de 1990.
De todo ello, Cuba quedó al margen por el empecinamiento de Fidel Castro de mantenerse en el poder, con el apoyo soviético, sin tener en cuenta que estaba en un callejón sin salida: la muerte del Che en 1967 certificó el aislamiento definitivo del país. El bloqueo comercial de EEUU, que aún dura, puede ser injusto porque se trata de una guerra económica cuyas consecuencias paga el pueblo cubano, no sus gobernantes, pero un político debe procurar el bienestar de sus ciudadanos antes que imponer una ideología inamovible que solo produce el descontento de su población. Es cierto que los avances en enseñanza y sanidad fueron muy notables, pero el balance de estos 62 años de «revolución», en su conjunto, es más que negativo.
Últimamente, algunos miembros del Gobierno español han esquivado responder si Cuba es una dictadura, algo innegable a la vista de su Constitución y del funcionamiento de sus instituciones políticas. Sus razones tendrán para esta actitud, aunque ninguna me parece justificada. Desde el principio, Cuba ha sido una dictadura, es decir, nunca ha sido una democracia. Pero en los primeros años, hasta entrados los sesenta, ello podía disculparse debido al bloqueo comercial y a la posibilidad de encontrar países amigos que ayudaran a superarlo si la idea de expandir la revolución hubiera prosperado. Desde entonces no hay justificación alguna, el bloqueo es hoy una excusa para que la élite cubana en el poder haya consolidado su dominio frente a un pueblo inerme, desprovisto de los derechos más elementales.
Fidel y los suyos, cuando llevaban barba, nos contagiaron confianza en un mundo que se parece muy poco al de hoy. En lugar de rectificar a tiempo, prefirieron asegurar su ilimitado poder político y económico como una dictadura más. No merece otro juicio lo que empezó siendo una justificada esperanza.