Ignacio Camacho-ABC
Pasó los días en un silencio ensimismado, dejándose ir hacia ninguna parte como una vela memorial a punto de apagarse
Con los primeros fríos del otoño, el médico le prohibió salir a la calle. La bronquitis podía derivar en neumonía, explicó a sus familiares, y convenía no exponerla a circunstancias agravantes. Así que hubo que cancelar sus paseos en silla de ruedas por el parque, entre cuyos ramajes parecía intuir con la cabeza alzada un horizonte imposible más allá de los árboles, y suprimir las esporádicas salidas de tarde que le servían para escudriñar sabe Dios qué paisajes de ausencia reflejados en los escaparates. No se le oyó una queja ni un desaire; pasó los días en un silencio espeso, ensimismado, encerrada en sus brumas neuronales, dejándose ir hacia ninguna parte como una vela memorial a punto de apagarse. El doctor había dicho que el desgaste físico discurriría más lento que el de las facultades mentales, pero sus hijos empezaron a temer que las de ese año fuesen sus últimas navidades. Por eso aquella Nochebuena prefirieron no moverla de su casa y se presentaron al anochecer con todos los nietos y una cena preparada. Cuando llegaron estaba dormitando en el salón con la tele encendida, la luz baja y una mano cogida de la de la mujer que la cuidaba. Sobre la mesa había una caja de dulce de membrillo llena de fotos antiguas y láminas grisáceas entre las que el hijo mayor reconoció dibujos escolares de sus hermanas entreverados con imágenes ya borrosas de su propia infancia.
Despertó sorprendida por la visita, ajena por completo a la fecha, y al oír la palabra Navidad entornó las pestañas como rastreando en el fondo de la conciencia una referencia lejana, alguna huella de sí misma localizable entre la neblina de la nostalgia. Fue entonces cuando él decidió arriesgarse a sacarla; con un impostado tono alegre la animó a salir mientras la cuidadora le arreglaba con dulzura el pelo y le ponía un abrigo y una bufanda sobre su liviano vestido de lana. La anciana se dejó conducir hasta la silla y en el espejo del ascensor se retocó el peinado con un gesto dignísimo de coquetería. Bajo una noche húmeda y algo fría dieron una breve vuelta por el barrio iluminado con grandes bolas de colores y campanillas, y aunque no habló en la cara se le fue dibujando una expresión entre complaciente, perpleja y divertida. Al regresar, los niños cantaban villancicos en la cocina y al ver la mesa puesta con sus viejos cubiertos de plata y su mejor vajilla desvió inquieta la mirada como si echase de menos la cajita de las fotografías. Se la acercaron, rebuscó en ella y sacó un retrato sepia donde se la veía muy joven en la puerta de una juguetería junto a un Rey Mago con un manto muy pobre, una corona torcida y un niño de corta edad sentado sobre sus rodillas. Miró la estampa, levantó la vista y sin decir nada lo señaló a él con una especie de brillo tierno en los ojos y la boca extendida al fin en una orgullosa, tranquila, feliz, victoriosa sonrisa.