Cuento de Navidad

Ignacio Camacho-ABC

  • Cuando iba al hospital sólo encontraba alivio a la presión de la tragedia en la extraña belleza de la ciudad desierta

Allá por el mes de abril decidió fingir ante sí mismo un blindaje emocional contra la presencia constante de la muerte. Con el equipo de protección construyó una especie de máscara moral tras la que pretendía encallecerse con la inercia de ver expirar a los pacientes. Por la noche, en su casa, se hacía el fuerte, rehuía la conversación con los suyos y trataba de evadirse viendo series. Eran los días más duros de la pandemia, el país entero en cuarentena, y sólo le aliviaba de la presión el breve recorrido de ida y vuelta al hospital a través de la extraña belleza de la ciudad desierta. Una mañana un anciano ya muy débil le pidió con voz trémula que

le ayudase a escribir un mensaje a su hija porque le fallaban las fuerzas y no veía las teclas. Al hacerlo recordó haber leído algo sobre un colega que había recolectado móviles y tabletas para que los enfermos terminales y aislados pudieran decir adiós a sus parientes por videoconferencia. Se vino arriba y allí mismo decidió organizar una brigada de la despedida. Reclutó voluntarios por todos los servicios bajo la consigna de que nadie en situación crítica se quedase sin un último contacto con su familia o al menos sin una mano enguantada que apretar en el trance de la agonía. Durante dos meses dramáticos esa iniciativa le procuró un cierto consuelo ante la impotencia de la medicina y el fracaso de no poder salvar más vidas. Lo único que se autoproscribió fueron las ilusiones ficticias, los falsos mensajes optimistas; había visto morir a demasiada gente y escuchado demasiadas mentiras.

Le costó trabajo mantener el proyecto en marcha después del verano. Se empeñó porque presentía un otoño amargo y cuando repuntó el contagio comprobó que el ánimo de los compañeros había evolucionado hacia una mezcla de resignación y cansancio. Adivinó tentaciones de borrarse pero prevaleció el impulso humanitario de mitigar a los moribundos la decisiva soledad del tránsito. Se acercaba la Navidad cuando al salir de una guardia dio positivo en una PCR rutinaria. Pensó que había tenido mucha suerte de esquivar al virus tanto tiempo y que ya le tocaba. Se encerró en su habitación y no tuvo síntomas durante la primera semana. Luego empezó a respirar con dificultad y el pulsioxímetro le mostró una saturación muy baja. Cuando notó que se ahogaba fue al hospital y antes de que lo llevaran a planta vio su propio diagnóstico reflejado en una placa. Le sobraba experiencia para reconocer la mala cara de un médico en la mirada a pesar de la mascarilla, la pantalla de plástico y las gafas. Por eso tampoco le sorprendió más tarde que la complicación fuera tan rápida ni le asustó la perspectiva del tubo en su garganta. En la camilla en que lo bajaban a la UCI pidió el teléfono y con la escasa energía que le quedaba mandó un único mensaje a todos sus contactos de whatsapp: pase lo que pase, no renunciéis a la esperanza.